Resulta fascinante comprobar el nivel de libertad creativa y utopía que existió en el cine egipcio producido en los años cincuenta y sesenta. Y es que basta echar un vistazo a las joyas pretéritas realizadas en esa geografía para percatarse que no siempre el discurrir del tiempo va ligado a eso que los occidentales nos empeñamos en definir como progreso y libertades. Sí, aún siguen llegando, aunque con cuenta gotas, cintas alzadas con la bandera del país de los faraones. Pero también es cierto que éstas llevan impregnadas en su ser la semilla de la resignación y la derrota ante el fanatismo, derivado del hecho de la situación que está viviendo el país africano. Una nación más orgullosa de su pasado que de su presente, sin duda sumida en un caos de dimensiones incontrolables que augura un más que incierto destino.
Incluida en ese selecto grupo de obras maestras erigidas en el enclave africano, The Sin emerge como una pieza única capaz de ejercer un innato poder de atracción en el espectador a pesar de los más de cincuenta años que han pasado desde su alumbramiento. Y es que esta maravillosa gema forma parte de esas películas irrenunciables para todo amante del cine divergente y transgresor que permanecen en un incomprensible tercer plano por razón de su exótica procedencia. Sé que es complicado con la gran cantidad de cine que aún existe por descubrir arriesgarse a contemplar una obra de una geología aparentemente lejana al universo cinematográfico. Pero igualmente soy de la opinión que esa obra maestra que aún resiste ser revelada fue producida en un país ajeno a la popularidad cinéfila. En este sentido, The Sin ostenta en su naturaleza todos los paradigmas precisos para alzarse en el Olimpo de las películas incontestables de la historia del cine. Porque nos hallamos no sólo ante una de las cinco mejores películas de la historia de Egipto —título otorgado por una reciente encuesta organizada por la crítica del país árabe— sino que igualmente nos topamos con una cinta magnética, muy adelantada a su tiempo desde el punto de vista narrativo y sobre todo muy consciente de su poder para remover conciencias en un sentido social y feminista al otorgar la voz y el protagonismo a esos desplazados del sistema que pasean su miseria por los campos de algodón sitos a las orillas del Nilo desde una perspectiva realista sin caer para nada en la complacencia o la compasión.
Porque The Sin arrancará como una especie de tragicomedia costumbrista zurcida con un tono ligero en virtud de una trama desviada hacia el suspense made in Agatha Christie, girando bruscamente su semblante justo en el momento en que el misterio —el hallazgo del cuerpo sin vida de un bebé en el borde del río— será resuelto. De este modo a partir de este punto de inflexión la cinta derrotará, gracias a un mesiánico flash back que servirá de reconstrucción del hecho criminal expuesto en la apertura, hacia una especie de melodrama neorrealista que escupirá toda una serie de vísceras contaminadas de odio, desgracias e infortunios que acosarán a una joven pareja de campesinos que arriba a la propiedad de un tirano latifundista para laborar su campo de algodón. Un paraje que será perfectamente descrito en virtud de una fina disección de personajes que perfilará con exquisitez el talante rastrero, arribista y lameculos tanto de los funcionarios encargados de administrar la Hacienda como de esa policía más preocupada por su bienestar que por la protección de los desamparados trabajadores temporeros que plagan los márgenes del terreno. En este primer vector del film destaca sin duda la sencilla puesta en escena empleada por Barakat, colmada de secuencias de un fascinante vestido etnológico. Este segmento resultará pues visualmente hipnótico gracias a una fotografía que mostrará los agrestes campos de algodón del Nilo con un poderoso resplandor visual, exhibiendo sin tapujos las lamentables condiciones de vida de esos llamados por la población autóctona inmigrantes que campan su maldición en inestables chamizos de adobe o en carpas expuestas a la intemperie. La fotografía de exteriores realzará esa demografía rural colmada de picardía y ansias de escalada social con un primario tono costumbrista que sin duda empapará el alma del espectador con esa idiosincrasia del pueblo árabe tan lejana y a la vez cercana a la mirada occidental. Puesto que los chismes, el cotilleo y la chapucera investigación policial puesta en marcha por los corruptos funcionarios del gobierno – les suena muy occidental esto, ¿verdad?- serán plasmados por el autor egipcio con total sinceridad a modo de instrumento de denuncia de esos prejuicios e irracionalidad inhumana presente en el ser humano dondequiera que asiente su civilización.
Pero como ya he anticipado, la cinta virará su contorno justo en el momento del esclarecimiento del culpable, ante los tradicionales ojos de la sociedad, del crimen cometido. Una mísera campesina se destapa como la ejecutora de la aberración. Una labriega descubierta en un lamentable estado, cuya enfermedad anticipa su casi segura muerte. ¿Qué ha llevado a esta padeciente alma a perpetrar el abandono a su suerte del más inocente de todos los seres? Esta pregunta será respondida gracias a un flash back que reproducirá los hechos acaecidos, explicando los pormenores que obligaron a la presunta asesina a cometer el infanticidio. Así, partiendo de una escena festiva y jovial —la boda de una feliz pareja de jóvenes campesinos—, Henry Barakat dibujará con valentía y pasión la terrible epopeya padecida por estos recién casados. Con una afilada puesta en escena que apuesta por poner toda la carne en el asador seremos testigos del inicial desamparo del matrimonio derivado del desempleo estructural al que se ve sometido el indolente y algo irresponsable miembro masculino del mismo. Frente a la pasividad del marido, Barakat perfilará a su mujer con un alma rebelde, luchadora e implacable. Sin duda el sustento que mantiene en pie la estabilidad económica y moral del hogar formado por la pareja y sus pequeños vástagos. Un carácter emprendedor e inconformista que tomará la decisión, ante las dudas del marido, de aceptar los cantos de sirena lanzados por un patrón que llega al pueblo que habita la pareja anunciando un próspero empleo en unos lejanos campos de algodón egipcios. Una vez aterrizados en el enclave, la pareja sorteará toda una serie de lances con más o menos fortuna. Pero, ante una repentina enfermedad contraída por el marido, el talante dispuesto de su ejemplar mujer hará que decida acudir en solitario a labrar los campos de algodón ante la necesidad económica que padece la familia. Una decisión que chocará contra la machista, lasciva y cruel mentalidad del patrón, dando lugar a un acto aberrante y desalmado que será ocultado a la tradicionalista y absolutista sociedad egipcia. Acto que será causa y efecto de ese otro suceso que por contra si será juzgado por esa misma colectividad incapaz de dirimir culpables cuando el inductor del quebranto de la ley pertenece a la casta dominante -masculina y adinerada-.
Si el primer vector llamaba la atención por su espléndida puesta en escena gracias a una portentosa y muy exótica grafía humana, este segundo capítulo se alza como un asombroso y arriesgado ejercicio de radiografía y denuncia social. Así, Henry Barakat hará gala de una escenificación descarnada y muy vigorosa, tapando pues cualquier hueco por el que pudiera colarse el oxígeno preciso para respirar. Y es que la presencia de una atmósfera malsana e irrespirable trazada con el simple compás de mostrar los contratiempos de la idealista e ingenua pareja de campesinos protagonista del segundo vector de un modo realista, sin acudir al tremendismo ni a la gestación de imágenes impactantes, será el arma empleada por Barakat para transgredir la línea que separa lo convencional de lo divergente. Porque Henry Barakat era consciente que el cristal reflejo de la existencia de la pareja protagonista era un material lo suficientemente terrorífico como para contaminar el mismo con gotas de impostura. De este modo la caída en desgracia de un inocente con destino a parajes infernales asentados en el mundo terrenal será el vehículo utilizado por el cineasta egipcio para inquietarnos, torturando así a un espectador que no por ser conocedor del final de la trama, ya mostrado en el inicio del film, podrá soliviantar su malestar al contemplar el mal trago que sufre en silencio una culpable que asomará como una víctima del sistema machista y clasista que gobierna el país de los faraones.
Porque el punto que convierte The Sin en una obra imperecedera y resplandeciente en el infinito mar de obras maestras del cine, es sin duda su poderoso mensaje de denuncia inserto en un trama aparentemente displicente. Puesto que esa malvada asesina de niños que emerge enferma de dolor tras su advenimiento por parte de las autoridades del lugar, se destapará gracias a un ejercicio magistral de narrativa cinematográfica en una víctima del sistema, incapaz de denunciar la vergüenza que personifica haber sido violada por su patrón —escena rodada con una fuerza y violencia inimaginable en una producción egipcia contemporánea—, con el consiguiente efecto de haberse quedado embarazada de un hombre que no es su marido. Este acto indigno y criminal, lejos de ser denunciado, será ocultado por la víctima sabedora que los dogmas sociales dominantes la harán culpable del pecado por su condición de mujer atractiva removedora de los instintos primarios del macho dominante. Además, ¿quién creerá a una mísera campesina frente a un docto y culto terrateniente?
Al magistral contenido social que encierra la trama, hay que sumar el magnético montaje cinematográfico que adorna el contorno conceptual del film. Como he comentado, Barakat apuesta por la sencillez, dejando que la cámara se mueva de forma natural por los parajes que embellecen el medio ambiente por el que discurre el film. Por tanto, no hay ningún atisbo de experimentación o vanguardismo a la hora de bordar el traje. Al contrario. The Sin supone toda una declaración de intenciones clasicistas. Un retorno a ese neorrealismo italiano cuya principal virtud era sin duda la espontaneidad que hilaba la trama. Puesto que esta obra maestra del cine egipcio fue cincelada bajo la forma de un cuento moral y aterrador donde la inicial ingenuidad tornará en una austera y espeluznante historia de horror neorrealista en virtud del talento de un cineasta que puso a disposición de la historia sus enseñanzas adquiridas de ese movimiento que fue la base del buen cine en países donde el presupuesto para levantar una obra cinematográfica se sustentaba en la inteligencia ante la falta de recursos económicos.
Todo modo de amor al cine.