Philip D’Antoni fue uno de esos productores que trajeron un soplo de aire fresco al thriller americano a finales de los años sesenta, moldeando su visión del género también durante los años setenta. El italo-americano fue responsable de erigir proyectos tan contundentes e incontestables como Bullit o The French Connection estampando en cada una de sus criaturas un marcado sello personal totalmente distintivo del resto de producciones que plagaron las salas de cine a lo largo de estos magníficos años. De este modo en sus películas se repiten, tal como un tic tac de un milimétrico reloj suizo, una serie de obsesiones y filias que condensan en gran medida los dogmas que identifican la figura de Philip D’Antoni.
En primer lugar, uno de esos rasgos distintivos consiste en situar la trama alrededor de una atmósfera urbana y deprimente. La ciudad para D’Antoni es una jungla plagada de depredadores sin alma que buscan absorber la aquiescencia de un ser humano despojado de virtudes que únicamente persigue como objetivo su propia supervivencia en un entorno hostil y depravado por la corrupción y el vicio. Así, el individualismo más desgarrador identifica a los personajes que moran las dantescas epopeyas esbozadas en el imaginario de D’Antoni. Un punto de conexión sin duda con ese enfoque que torció los vértices del thriller americano en los setenta en virtud de esa pérdida de inocencia que tuvo lugar en la sociedad americana en ese decenio, acosada por la violencia que desprendían las imágenes televisivas de los cuerpos destrozados de una generación que perdió su juventud en la guerra de Vietnam así como por la sensación de debilidad de una clase media hostigada por el crimen y el terror que brotaba de unas ciudades plagadas de bandas que campaban a sus anchas amparándose en los márgenes de la ley. En este sentido, el ojo por ojo y diente por diente comenzaba a ponerse de moda no solo en la ideología del currito medio sino igualmente en el thriller producido con un éxito arrollador en esta época.
Un segundo dogma presente en las cintas de D’Antoni consiste en otorgar el protagonismo a un anti-héroe de contorno marginal que suele conseguir sus objetivos saltándose a la torera los procedimientos policiales. Nos hallamos pues ante la figura del outsider. Ese policía que lucha contra el crimen organizado con prácticas más ligadas al propio mundo del hampa que al de la ley y el orden. Sin duda, el héroe en las películas del productor de Bullit se perfila como un ser solitario y atormentado, adicto al trabajo y al que apenas se le conoce familia, Este es, un ente cuyo único fin en la vida se sustenta en aniquilar los focos de corrupción que absorben el alma humana de la ciudad.
Finalmente como guinda al pastel, D’Antoni rubrica sus producciones con una espectacular secuencia de persecución automovilística que no solo sirve de recurso de mera acción para sorprender e hipnotizar al espectador, sino que adopta la forma de una especie de capítulo de concepción metafísica y de redención, erigiéndose así como una metáfora acerca de la soledad, los peligros y la violencia instaurados en las grandes urbes occidentales. Los planos de estas persecuciones no están tomados a la ligera. Su montaje seco y nervioso —cuasi sudoroso— plasma la crueldad de una atmósfera cargada de barbarie. Su duración —que se extiende por más de diez minutos— nos recuerda que el crimen es eterno y que por tanto existió, existe y existirá mientras el hombre siga morando la tierra.
Todas estas características están presentes en la ópera prima y a la postre única película que dirigió Philip D’Antoni, la maldita y reivindicable The Seven-Ups. Sin contar con el renombre de las anteriores producciones del estadounidense, cabe resaltar que nos hallamos ante una cinta de autor que pivota sobre el hecho puramente criminal para derivar en un drama intimista salpicado de adrenalina y vigor. Ya la primera escena denota el hecho diferencial que ostenta el film. Y es que D’Antoni apostó por arrancar su obra con una escena con reminiscencias al cine mudo y a esa Nouvelle Vague que había dado lo mejor de sí en la década anterior. Así, la cámara se centra en una avenida neoyorquina focalizando su atención en Buddy (el siempre espléndido Roy Scheider), un policía que embutido en una impecable gabardina camina sin rumbo por las calles de Nueva York. La música y el montaje anuncian que algo inquietante va a suceder. D’Antoni narra al estilo de los viejos pioneros, fundando la narrativa en la imagen y en la ausencia de diálogos. Las miradas de Buddy hacia el techo, hacia un camión pilotado por dos compañeros y hacia un establecimiento comercial denotan que la explosión está cercana. Una perfecta escenificación supondrá la caída de una banda de falsificadores de dinero que se escondían bajo la fachada de una respetable tienda de antigüedades. Y ello gracias al grupo especial 7 —Los Seven-Ups—, una brigada especial capitaneada por Buddy e integrada por siete agentes que combate al crimen organizado con métodos no del todo ortodoxos.
Y a partir de esta brillante carta de presentación, la cinta derrotará hacia los senderos de un drama existencialista e introspectivo, mostrando el perfil del héroe D’Antoniano en el rostro de un Buddy donde poco a poco descubriremos que se trata de un agente que se crió en los barrios marginales neoyorquinos, pero que en lugar de tomar el camino sencillo, decidió optar por ser un guardián de la ley. No obstante su pasado pandillero le permitió mantener contactos con su amigo de la infancia Vito. Un fraternal colega que ejerce de soplón ofreciendo al bueno de Buddy no solo nostálgicas conversaciones sobre tiempos más felices sino chivatazos sobre lo que se está cociendo en la ciudad.
Sin embargo algo está pasando en los bajos fondos. Así, el secuestro de una serie de cabecillas de las principales bandas que controlan el hampa neoyorquina ha desorientado no solo a la policía, sino que igualmente ha introducido una incertidumbre incontrolable en el mundillo gangsteril ante el desconocimiento de quien se halla detrás de estos extraños raptos. Buddy y el grupo especial 7 tratarán de desvelar quien se esconde tras las figuras de los misteriosos raptores. Un secreto cuya revelación traerá consigo el dolor y el tormento personal ligado a la traición para un Buddy para el que el caso tendrá connotaciones algo más que personales.
The Seven-Ups se erige como un thriller ejemplar que no deja nada a la ligera. D’Antoni rueda con un pulso magistral, combinando con mucho acierto el dibujo de una ciudad de Nueva York oscura y desnuda, por tanto empapada en una atmósfera irrespirable no apta para la convivencia pacífica, con una enérgica y atractiva puesta en escena que apunta hacia unas impecables coreografías de acción con las que hipnotizar al espectador a través del dibujo de una historia inyectada de la intriga y el suspense preciso para enganchar a los fanáticos del neo-noir más vigoroso y entretenido. La ciudad emerge pues como un protagonista más de la historia dotando de ese halo fatalista propio de una tragedia griega a una historia que igualmente perfila con gusto afrancesado la personalidad individualista y paranoica del héroe de acción del thriller setentero norteamericano gracias a la magnética interpretación de un Roy Scheider que se mueve como pez en el agua en un papel hecho a su medida.
Pero sin duda donde la película consigue destacar y permanecer pues en la memoria del espectador es sin duda gracias a esa inolvidable secuencia de persecución automovilística que se prolonga durante más de diez minutos y en la que D’Antoni pone toda la carne en el asador para alcanzar el olimpo de los cielos cinematográficos. El productor norteamericano demuestra que el poder de la imagen y los sonidos son los principales recursos que tiene el cine para hacer arte. Los frenazos, el sonido del claxon de los coches que escupen su rabia furiosa cual Mephisto en el reino de los cielos, el paralelismo que se establece entre los primeros planos de los conductores en pleno furor de la batalla con los enérgicos cortes de montaje que a modo de fogonazos de violencia —tan efímeros y fugaces como lo es la vida— muestran a los vehículos en medio de la calle sorteando todo tipo de obstáculos es sin duda toda una lección de como debe rodarse una escena de acción mediante la poética de la violencia visual.
Pero no quiero que de esta reseña quede la vaga sensación que The Seven-Ups es un film que solo merece la pena ser visto para contemplar la secuencia estrella anteriormente mencionada. No. Porque este es uno de esos thrillers urbanos, nihilistas y desmitificadores con pretensiones de captar una radiografía de la sociedad estadounidense de los setenta a través de un engranaje soportado en el cine de mera evasión. Y es que The Seven-Ups se destapa como una perfecta metáfora de esa erótica de la violencia extrema y de esa corrupción presente en unas grandes ciudades que dejaron de ser ese paraíso perdido anhelado por unos pocos idealistas para verter su destino hacia el de un paraje con olor a azufre y queroseno que convierte a sus moradores en unos sobrevivientes instaurados en la infelicidad y el dolor existencial que únicamente anhelan que las balas que vuelan a su alrededor acaben insertadas en el pecho del vecino en lugar de en el suyo propio. Un thriller que debe ser rescatado del olvido.
Todo modo de amor al cine.