El arraigado hermetismo de Corea del Norte, estado de cuya auténtica naturaleza apenas se conocen testimonios limpios en primera persona, ha desatado ríos de tinta y alimentado las crónicas internacionales más oscuras en la prensa occidental reciente. Acostumbrados como estamos a navegar entre la insistente demonización de su régimen y la postrada reivindicación abanderada por figuras también mediáticas como Alejandro Cao de Benós, no son demasiadas las narraciones que deciden indagar en la gama de grises a la hora de construir un relato sobre el país asiático.
Precisamente este último y su acceso único a la sociedad norcoreana es el germen de The Propaganda Game. Un documental en el que el director Álvaro Longoria (Hijos de las nubes) toma como punto de partida su propio desconocimiento en medio de la marea informativa para contactar con Cao y, tras el permiso para filmar pertinente, dejar que su fascinante figura guíe su restringido viaje hacia la tierra oculta, que mediante la narración en primera persona se convierte también en el nuestro. Quizá merecedor por su carismática singularidad de un retrato más hondo en el cine, Cao de Benós, diplomático encargado de tender puentes entre el régimen de Kim Jong-un y el rechazo de las sociedades capitalistas hacia el mismo, no tarda en convertirse en el centro de un trabajo que destaca en todo momento por su claridad expositiva y ausencia de otra motivación distinta a indagar en la naturaleza real de un pueblo sin voz, atrapado en la inmensidad de un retorcido tablero político en el que nadie está dispuesto a renunciar a la parte que le corresponde.
Mientras en el reciente Songs from the North (Yoo Soon-mi, 2014) la motivación de la entrada de la directora en Pyongyang era salvar esa misma memoria histórica norcoreana de las limitaciones impuestas por el infierno dictatorial, objetivo plasmado en un personalísimo collage compuesto por música tradicional e imágenes clandestinas, el lenguaje cinematográfico utilizado por Longoria es mucho más convencional en su planteamiento, pero no menos efectivo. La selección que el montaje plantea a lo largo de algo más de hora y media, tanto temática como de entrevistados a los que otorgar voz, no queda descompensada por ninguno de los flancos: mientras el punto de vista de los ideólogos norteamericanos es profundamente crítico con lo que considera una constante violación de los derechos humanos, las imágenes y testimonios directos que vemos de Corea del Norte parecen negar la mayor, pese a incluir el reconocimiento del valor de su propia propaganda y culto. Recorriendo desde las omnipresentes ofrendas al líder hasta el grotesco lavado de cerebro de las escuelas estatales, la sombra de una posible manipulación interesada del recorrido por parte de las autoridades siempre planea sobre el metraje, pero nunca irrumpe sobre la fascinante imagen de un país cuya aparente autosuficiencia y prosperidad económica es quizá el mayor de sus múltiples misterios.
Unos misterios que Longoria no contempla con la temida superioridad moral de quien cree poder descifrar un acervo cultural ajeno, sino con la suma de su inquietud de partida y el privilegio de contemplar la inaccesible realidad en primera persona. Su sobreexplicación en pantalla de las conclusiones a las que hemos de llegar como espectadores, propiciadas por una realidad demasiado compleja como para ser desentrañada por una propaganda unidireccional en cualquiera de los sentidos y unidas a una invitación a sentirnos parte del conflicto mediático, son quizá el punto más flojo de una obra sumamente estimable, que consigue arrojar luz sobre muchas de las zonas temáticas que para los grandes medios de comunicación continuarán siendo vagas penumbras.