Los términos falso documental y metraje encontrado, muy al alza en la cinematografía alternativa de las últimas décadas, pueden parecer clasificaciones estilísticas relativamente recientes. No más lejos de la realidad, ambas categorías, que en una película específica se pueden manifestar tanto de forma individual como conjunta, han obtenido una notoriedad y repercusión suficientemente sólida como ser considerados géneros en sí mismos.
Si bien sería lo propio hacer una descripción sucinta de cada acepción, podemos observar que en el enunciado de su singular denominación ya cabría negociar un posible significado. Documental es aquel que registra, en soporte audiovisual, una realidad, una investigación, una travesía o un testimonio. Falso documental, si tiramos de opción sencilla, sería todo lo contrario. La no realidad, la falta de investigación. Sin embargo, sería un error concluir esa apreciación de forma tan superficial.
Las claves del falso documental no se basan solo en accionar las representaciones opuestas del documental, sino en dotarlo de un lenguaje de recursos propios e identificables. Y si algo tiene este género de singular es su principio burlesco de ilusionismo, de apariencia, de pose. Hacer creer que lo que se cuenta tiene una naturaleza y germen basado en lo real o en un hecho que se ha dado lugar, que ha llegado a ocurrir. Un caleidoscopio que refleja una imagen diferente según sea quien mire y lo que espera ver.
Este género derivado se caracteriza por alterar los principios de los que parte su original: establece una puesta en escena autoral, existen unas indicaciones de guión mucho más expresas y la fenomenología empírica de la realidad se pliega y se resquebraja para ser puesta en conflicto con la ficción. Es por su seña de identidad tan bufonesca y dantesca por lo que es fácil casarlo con otra negación categórica en sí misma: el metraje encontrado, o convertir en realidad una ficción donde prima el vanguardismo de la técnica amateur, el voyeurismo y la apariencia de espontaneidad de los acontecimientos representados.
Títulos tan relevantes como Forgotten Silver y Opération Lune sirvieron para otorgar estatus y trascendencia a este género. En ellos, el lenguaje plástico y narrativo de sus propuestas, en apariencia, obedecía a los cánones del documental más clásico. De hecho, el engaño en estos casos se fundamenta, precisamente, en la constante percepción de labor informativa e investigativa, en la credibilidad que trasmiten los personajes ante la cámara, en la rigurosidad de los datos, los blogs de notas y las fuentes que no dejan de citarse. El espectador acaba por no tener duda alguna en aceptar que lo ve es cierto, abrumado ante tal cantidad de cifras, parafraseos, imágenes de archivo y visitas a los lugares célebres de los acontecimientos.
The Poughkeepsie Tapes continúa por esa senda y ofrece un vehículo a su realizador, John Erick Dowdle, para demostrar lo mucho y muy duro que hay que esforzarse para conseguir un semejante grado de fuerza dramática y verosimilitud orgánica sustentada en una representación eminentemente cinematográfica por su ficcionalidad.
Si bien en los falsos documentales, por lo general, se acaban encontrando las trampas ocultas en su doble naturaleza de intriga (entrevistados que resultan tener los apellidos de un personaje hitchcockiano y los nombres del guionista de sus películas, etc) y la broma se ahoga en una carcajada silenciosa, The Poughkeepsie Tapes opta por la opción de horrorizar y dramatizar en hipérbole y sin intermitencia un testimonio que, si se analiza con detenimiento, podría suponer una guía perfecta y pormenorizada para convertirse en un asesino en serie con la seguridad de no ser cazado nunca por las autoridades. Alcanza un grado de perversidad tan insano como decisivo para autoafirmar su apariencia de ficción y dejar en paños menores a sagas de horror slasher/gore donde la truculencia e incontinencia hemoglobínica se reduce a motivos de capricho comercial de cara a la galería.
Bien es cierto que este film puede provocar una impresión escalofriante y muy perturbadora si se visiona sin la anticipada seguridad de que el susodicho es un mockumentary pero, aún así, resulta fascinante el desesperado esfuerzo de sus realizadores por el subrayado del realismo y su búsqueda a través de la dirección de actores y la confusión de su planificación en la puesta en escena.
Pasados los primeros tercios de la película, y una vez entrados de lleno en la naturaleza enfermiza de las imágenes de archivo y las cintas de vídeo, el espectador ducho en no dejársela colar ya estará advertido del destacado ejercicio de estilo que recorre todo el metraje, característico de una dirección artística netamente fílmica; de la atmósfera sucia y claustrofóbica que se ejecuta como contrapunto psicológico del retrato maníaco; de las imágenes distorsionadas y descoloridas provocadas por el envejecimiento del soporte analógico con el que se filmaron las películas amateur.
Sin embargo, lejos de restar enteros a la película, este efecto de confusión y de perverso juego incierto de aristas ocultas continúa siendo determinante a la hora de reforzar el hipnótico impacto que la cinta de los hermanos Dowdle genera a través de su desconcertante y eminente naturalidad.