De una crisis vital propia, provocada por distintas circunstancias y constatada en la ausencia de un rostro, de un “yo” en el que definir la presencia de Borzoo, el protagonista del film —y suscitada a través de planos traseros, cuando no directamente acotaciones de su figura e incluso cristales que la difuminan—, a la ruptura inexorable en una confesión que se nos muestra cruda, directa, y se despoja de todo desvío para acometer un camino que no se vea truncado y derive en una vocación que es a su misma vez representación de una realidad y fuga de la condición que la compone. Es así como cuando Hilda, la mujer de Borzoo, alegue sentirse sofocada en casa, no ser feliz, y hasta le señale a él como eje devastador de aquello que otorgaba sentido a su vida, todo lo que había percibido el espectador con anterioridad —el desasosiego ante su particular trastorno, el bailoteo de una alianza tenue…— cobrará una dirección desde la que ir explorando temáticas que parecen tener una constancia y peso específicos en una sociedad como la que retrata Kiarash Anvari en su debut. No es casual que la actitud o método de Borzoo quede expuesto desde distintas perspectivas —ya no sólo mediante el directo testimonio de su mujer, o la aportación de su mismísima madre en una conversación que también evoca relaciones pasadas, también de un alumnado que le cuestiona por más que él se muestre inflexible—, y será en esa nueva tesitura donde ir comprendiendo la deriva de un individuo adecuado entre sus reglas, que deberá proporcionar una perspectiva en la que plasmar un cambio que no se antoja voluntario, ni mucho menos surge a partir de un anhelo sujeto a una mirada acondicionada siempre a sus circunstancias.
Es, por tanto, esa repetición que se produce con constancia en la narrativa del film, ese vaivén que se asemeja a una senda de retorno bajo la que caer en una espiral perpetua, al fin y al cabo reflectora de dinámicas moduladas por el colectivo, donde la masculinidad no puede quedar expuesta —constatada a partir de los temores de Borzoo—, el modo de representar un estancamiento que deviene, de alguna forma, en pérdida de rumbo. Un punto mediante el cual el cineasta iraní accede a esa dicotomía tan habitual entre la propia existencia y la forja o representación de una obra que funciona tanto a la manera de espejo tangible, como de reconfiguración de una realidad ante la que se produce una búsqueda de respuestas o soluciones. Borzoo busca construir a través de su obra una materialidad en la que huir del presente y edificar un futuro que le es negado desde cada figura femenina; el constante rechazo de su mujer —e incluso la exposición en off de un diálogo entre ambos que otorga una visión sobre la frágil situación del protagonista—, la vuelta (precisamente) al pasado para conocer el ahora con su madre, y las medidas palabras de su suegra —donde el juego focal vuelve a presentar una imagen debilitada— actúan de alguna manera como reflejo de una sociedad que persigue otras respuestas. Es así como el tono adusto con que compone Anvari su The Pot and The Oak responde más a una manifestación del universo de Borzoo y, de algún modo, a las constantes de un cine que describe en su formalismo tanto espacios dispares —esos prolongados cortes a negro que parecen proponer una separación entre lo personal y social— como conocidos y cuadriculados —en su composición establecida a partir de planos estáticos—. Un film donde esa representación se topa de forma tan cruda como congruente con una realidad en la que disponer una zona de ruptura en lo que va más allá de lo deliberado y hasta termina deviniendo una extraña alienación que no es sino causa y consecuencia de un estigma a vencer.
Larga vida a la nueva carne.