La llegada de un personaje a un inmenso complejo al que accederá en su nueva función como inspector del agua con el objetivo de tomar los distintos registros de las viviendas que se ubican en su interior, derivará en un rocambolesco viaje por el absurdo cuando se descubra a sí mismo aprisionado en ese edificio del que no parece haber posibilidad de escape o liberación alguna. Jonas Kærup Hjort compone a través de una premisa de lo más sencilla una angustiosa pesadilla kafkiana que halla sus mimbres en algo más que el particular trayecto del protagonista y su encuentro con personajes a cada cual más estrafalario, y es que tanto la paleta cromática, que se dirime entre tonos grises y ocres, como cada decisión estilística —desde la confección del plano, encerrado en ese formato anclado a una relación de aspecto 4:3, que mayormente emplea planos generales (si bien también podemos encontrar planos medios en determinados casos), hasta los movimientos de cámara, haciendo del ‹travelling› su herramienta articular— refuerzan la construcción de un universo que por momentos se torna opresivo, embebido en una negrura que nos traslada a la desazón del personaje sin necesidad de mucho más.
El cineasta danés conforma así un universo laberíntico e inextricable que extiende sus lindes (si es que los hay) en torno a una galería de personajes desde los que acrecentar ese surrealismo que germina ya desde sus primeros minutos y va alargando su sombra hasta transformarse en un asfixiante maremágnum que no sólo no tiene fin, además lo devora todo a su paso, y que funciona como reflejo sombrío y viciado acerca de una sociedad donde la incomunicación se alza con un papel primordial pero, por si fuera poco, todo nexo está sometido a una presión derivada de todas aquellas convenciones que en el fondo no son sino impulsores de la misma. The Penultimate extirpa cualquier brizna de humor que no sea oscura como la noche dotando así al contexto de una rara (e irrespirable) cualidad: su facilidad para atravesar la pantalla puede llevar al respetable a un mal viaje en el que no hay vuelta atrás, o a una experiencia que, de tan decadente y opresiva, termina generando un rechazo casi frontal; algo que, dicho sea de paso, no parece alejarse de las intenciones del debutante, capaz de retratar un ambiente tan incómodo como lo acaba siendo su intrincado relato.
Puede que, en ese sentido, Jonas Kærup Hjort peque de hurgar en el exceso apiñando situaciones que, aunque fomentan a acrecentar ese desconcierto y el consiguiente desasosiego que lo acompaña, terminan por perfilar un cúmulo casi inasumible para el espectador. Queda claro que ello no contraviene la esencia de un film extremo, que no permite concesiones de ningún tipo y que logra (relativamente) sus objetivos, pero tanto como que esa acumulación se convierte en un agotamiento contraproducente a todas luces. O, dicho de otro modo, aquello que en otro marco pudiera parecer un universo precisado al detalle, tanto en lo formal como en lo argumental (si es que se le puede llamar así), deviene un brochazo donde el matiz queda reducido a la mismísima nada. No, ello no implica que las tantas virtudes (desde su tratamiento sonoro y visual, a ese aire “beckettiano”) del conjunto no existan, pero sí que se difuminen dando pie a uno de esos ejercicios en los que la inmersión a pleno pulmón puede llevar (también) a una pesadumbre que apenas termina dejando lugar para la reflexión y, mucho menos, para el recuerdo (aunque este tuviese forma de pesadilla tan inconcebible que acaba siendo real).
Larga vida a la nueva carne.