La sutileza de Sally Potter permite a los personajes de The Party exponer su ridiculez sin caer en el exceso. Seguramente este es el detalle que salva la película de la reiteración. Porque, admitámoslo, su punto de partida (un colectivo de personajes cuyo encuentro, atiborrado de buenos modales y relleno de hipocresía, sacará a relucir sus verdaderas personalidades) es un planteamiento que, a día de hoy, podría decirse que roza el cliché. Pero el caso es que Potter sabe encontrar el tono adecuado para montar su propia fiesta de disfraces. Y es justo decir que, en realidad, se trataba de una propuesta que muy fácilmente podía dejarse seducir por la batuta del narrador prepotente, la de aquél que cómodamente se sitúa por encima de los personajes y evalúa con sarcasmo y burla su comportamiento. Sin embargo, aquí da la sensación de que el desenfreno y la locura son el resultado de una pérdida de control, la coalición de una serie de acontecimientos tan imprevisibles como inevitables. Como una oleada de realidad cuyos efectos pueden salpicar a cualquiera, directora incluida.
A diferencia de otros trabajos parecidos, nada de lo que vemos en The Party puede atribuirse a pasados traumáticos ni a duras experiencias infantiles. De hecho, todo es el resultado inmediato de la asunción de una serie de roles y actitudes. Tenemos, por ejemplo, la celebración de un hito mediante un encuentro al que nadie tiene ganas de acudir. También está la necesidad imperante por parte de un personaje, no ya de perpetrar venganza, sino de desearla, puesto que otra actitud lo convertiría en un perdedor (esta figura a todas luces detestable). O la in-negociable felicidad que debe producir (a todo el mundo y de forma explícita) la anunciación de un embarazo, así como la plenitud que tal hecho debe proporcionar, también obligatoriamente, a la pareja afortunada. O, ya puestos, el deseo repentino de transpirar sinceridad, desvelando así una noticia, si bien devastadora, guardada en secreto hasta el encuentro. Una serie de actitudes que responden a cánones preestablecidos y que colisionan al interactuar entre sí, causando efectos devastadores de los que nadie está a salvo.
Sally Potter no desaprovecha la ocasión para recurrir a la comedia. Y cabe decir que alcanza su objetivo, ya que sus secuencias provocan carcajadas sin resultar cómicas. El eterno recurso de la risa como paliativo de la vergüenza ajena, que aquí consigue, además, aligerar el avance de una trama que, de otro modo, podría resultar excesivamente espesa. Digámoslo todo, en realidad se trata de una serie de recursos cómicos poco más que correctos. Como también pasa con los diálogos, la planificación, el guión e incluso con la propia película. No obstante, la directora asume su trabajo con una admirable falta de pretensiones que, al igual que la corta duración de su producto, nos recuerda su perfecto conocimiento de la posición en que se encuentra. Una actitud modesta que despoja la película de cualquier mancha, permitiendo que luzca sin temor todas sus virtudes. Apartado en el que se suma (y esta vez sí, de forma brillante) el gran elenco que conforma el impecable repertorio de este aceptable y muy entretenido trabajo.