Un elegante apartamento, un texto mordaz, una fiesta entre amigos que deciden sacar a relucir trapos sucios de ayer y de hoy, una velada que se va de las manos hacia el estropicio absoluto, una atmósfera de recreación puramente teatral anclada en un pasado exquisito, mucho jazz y un grupo de actores soberbios, británicos en su mayoría, pero acompañados de otro invitado de lujo, el suizo Bruno Ganz. Son sin más, los ingredientes que incorpora Sally Potter a esta pequeña dramedia, tragicomedia, comedia negra, de duración escueta, sin entresijos superfluos o detalles innecesarios: apenas unas líneas de texto, conversaciones cruzadas entre amigos sobre dilemas vitales girando en torno al eje crucial de las relaciones, la pareja y en definitiva el sinsentido de las cosas. ¿Suena quizás, y mucho, a Woody Allen? Algo de eso hay.
Cada personaje está tan bien perfilado —logro de la veteranía de sus intérpretes—, con tanta naturalidad asume cada uno de ellos sus diferentes roles, que parece que hayan despachado el rodaje en un rato libre entre una cosa y otra como quien no lo quiere; desde el viejo yoggy a las veces coach espiritual, imperturbable ante las hostilidades neuróticas de un ambiente que se vuelve psicótico a la primera de cambio (Bruno Ganz); la mujer madura todavía femme fatal, hiriente y cínica pero certera que juega a menospreciar al yoggy y las buenas intenciones de cualquier otro (Patricia Clarkson); la pareja de lesbianas de edades dispares a las que la llegada de trillizos aterroriza y sacude en sus convicciones (Emily Mortimer y Cherry Jones); la recién elegida ministra de Sanidad al Gobierno británico, hecha un manojo de nervios, idealista pero sólo pretendidamente inocente (Kristin Scott Thomas); el marido infiel, depresivo, misántropo, hastiado de postureos y enfermo terminal (Timoty Spall) y el joven impulsivo, cocainómano, engañado por su pareja y del que llama la atención, cuando menos, verlo acoplado e integrado en un grupo caricaturesco tan bizarro de personajes de edad avanzada y privilegiado estatus social (Cillian Murphy).
Janet (Kristin Scott Thomas) organiza una velada entre sus más allegados amigos para celebrar que ha sido nombrada ministra de Sanidad. Su marido, Bill (Timothy Spall), está completamente ido. A cuentagotas los demás comensales, de vidas aparentemente equilibradas y perfectas, van llegando pero trayendo consigo, cada cual, sus propias taras y dramas personales. A partir de la revelación de un secreto a medias de uno de los personajes, todo se irá yendo, gradualmente, al garete. Eso sí, de forma muy civilizada durante un tiempo, hasta que sea inevitable que a más de uno se le crucen los cables.
¿Por qué ha gustado esta película? El público de Cineuropa le ha otorgado un generoso 7,8 en la media de sus votaciones. Entre tanta densidad, polémica y las muchas dosis de cine depresivo, nihilista, desesperanzador, lento, social y comprometido, luego de propuestas muy aclamadas como Loveless, Sami blood, The Square, 120 BPM, L’insulte, etc., The Party es un soplo de aire fresco, un inciso ligero y agradable, un descanso muy de agradecer. Es corta —sólo 71 minutos—, fresca y osada. Es comedia sacástica, una sátira sobre problemas mundanos y absurdos. Sus protagonistas se ríen de sí mismos viéndose soprendidos por lo mediocres que en realidad son. Cuenta con intérpretes cuyo buen hacer queda fuera de duda, con una maravillosa fotografía en blanco y negro y una banda sonora a base de jazz deliciosa. Los británicos son audaces como nadie si de comedia flemática se trata. Lo hacen con convencimiento apoyados en esta cinta en un buen guión, con su esperpénticos lances, la reducción de situaciones formales de etiqueta social al absurdo y con una dirección de intérpretes de primera categoría.
Un combate dialéctico con gran sorna entre burgueses caricaturizados, en una pieza de teatro filmado con giros inteligentemente divertidos y una estructura narrativa muy clara y elegante. Una joyita, en definitiva. La comedia británica de cada año, que difícilmente defrauda.