Las grietas del tiempo recorren un rostro de vívida experiencia cuyos rasgos —esa mirada que aún conserva algo de fulgor de los días pasados, las canas, aunque ocultas, asomando tímidamente, y unas manos cuyo pulso pese a la vejez denotan destreza— forjan una expresión que poco o nada tiene que ver con la etapa retratada, y se libera finalmente en una omnipresente sonrisa que expresa más que encanto, alegría por vivir, por seguir un día más. Tras ella nos encontramos a Forrest Tucker, o su alter ego en la ficción, Robert Redford; pero en esta ocasión la relación realidad-ficción no se nutre únicamente de aquello que el intérprete pueda aportar al rol que se le brinda, ni mucho menos de si la representación se acerca a lo que fuera en vida el personaje real. Estamos, más bien, frente a la glosa del carácter desprendido por Tucker, de una forma de ver o hacer ante todo anexionada a un espíritu independiente, incapaz de coartar sus posibilidades en ningún tipo de juicio o entendimiento; o, como el propio Redford apunta en un momento del film, «no estoy hablando de ganarme la vida, simplemente hablo de vivir». Una frase que funciona como precepto vital y encuentra en esa figura amable la respuesta idónea en cada movimiento o incluso persecución tras un robo. Es obvio que a través de esa mirada, Lowery no pretende ni mucho menos realizar un veredicto, sino más bien exponer la vida como máxima de un espacio en el que expresarse libremente, algo que comprende en la imagen de Robert Redford como una dualidad expuesta con lucidez acerca de en lo que se podría resumir una de esas profesiones que no parecen tener fecha de caducidad, por más que el propio actor haya decidido que esta The Old Man & The Gun sea su última película; algo paradójico por un lado, pero perfectamente entendible e incluso representativo de quien aborda sus últimos días ante (o tras) las cámaras con ese gesto cómplice y afectuoso en torno a un mundo, el cinematográfico, capaz de darnos lo mejor de sí. Queda implícito, pues, y por más que Lowery decida abordar su nuevo trabajo como un film de robos y atracos a la vieja usanza —siempre con ese paradigmático personaje descrito como el “ladrón amable” anteponiendo su particular naturaleza, e incluso extendiéndola a otros como el interpretado por Casey Affleck, que entra en el juego como si no fuera más que eso—, un homenaje que se produce entorno a la figura de Redford —y de ahí, quizá, echar la mirada a etapas pasadas—, pero que le acompaña como siempre lo hizo aquello que en tantas ocasiones le ha definido: el cine.
The Old Man & The Gun no ejecuta, pues, su construcción únicamente alrededor de una estética marcada en todo momento por esa elegancia con que maneja la cámara el autor de A Ghost Story, por un acompañamiento musical casi cómplice y por algunos de los cánones ya conocidos dentro del género, también lo hace marcando en todos y cada uno de sus diálogos la particular condición de Tucker; en ese sentido, cada conversación con el personaje de Sissy Spacek se revela como algo más que un expresivo espejo de la personalidad que sostiene el protagonista, también lo hace como forma de comprender el propio periplo y otorgarle un significado en consonancia. Es por ese motivo que ella, Jewel, se manifiesta como alguien ineludible —lejos de lo que pudiera parecer— para la evolución del relato y las maneras en como concurre el mismo. Así, aquello que se podría sostener únicamente a modo de personaje secundario para hacer avanzar la trama sin perder frescura o incluso de mera comparsa, obtiene un peso distinto en el trabajo del norteamericano —algo como lo que viene a suceder también con el interpretado por Affleck, que termina deviniendo parte de ese reflejo que Lowery establece en torno a Tucker—, resultando una suerte de imagen en la que el protagonista puede vaciarse sin necesidad de que por ello muestre un personaje débil o amoldado al estilo de vida de él —ante todo, muestra personalidad desde el primer momento—. No hay que caer en el error, pues, de observar The Old Man & The Gun como simple objeto de admiración hacia un género al que Lowery se ha mostrado afín —Con aquella Ain’t Them Bodies Saints donde, además, revelaba un notable dominio del mismo—, o como forma de reverenciar algo más que un intérprete, también icono de una era de la que no se puede escindir ya su figura, y es que en ella hay un grado de romanticismo implícito, pero del mismo modo una perspectiva capaz de proponer algo que se podría aproximar al terreno de la ‹feel good movie› sin mucho menos serlo, y dejar en el rostro de espectador una expresión marcada a fuego, la misma que decían encontrar en aquel ladrón al que vieron y apresaron no pocas veces, y que Redford dibuja como si de un feliz final se tratase.
Larga vida a la nueva carne.