Miradas inquisidoras, cuestiones que arrancan lacerantes risotadas sin ser ni siquiera despertadas por su interlocutor y una gestualidad que aplaca cualquier indicio de réplica más allá de la tanteada. En el epicentro, un cuerpo bañado por tonos irreales, esos matices cuasi giallescos que no han dejado de invadir la escena del cine de Nicolas Winding Refn desde sus inicios. Un cuerpo para el que la palabra cohibir ha dejado de cobrar sentido: se siente arrollado, devastado por la frialdad de un universo en el que sólo cabe un espejo, el propio, que difumina cualquier atisbo de humanidad. «¿Eres comida o eres sexo?» interpela una voz, quizá la más amigable de todas hasta el momento, devorando una ilusión ficticia en un microcosmos tiranizado por lo artificial, incluso biónico. La canibalización, en definitiva, de un mundo en el que prevalece lo evidente, lo superficial. Ese discurso, en tantas ocasiones sostenido por cada uno de los cineastas que se ha adentrado en las vísceras del ambiente representado en The Neon Demon, no deja de encontrar una prolongación en el nuevo trabajo del danés; no la encuentra, sin embargo, porque resulte elemental establecer esas vías, más bien por el hecho de trazar en la obviedad una condición irónica que ya sobrevuela el film desde sus títulos de crédito —ese acrónimo del nombre del propio director al más puro estilo YSL—, y que termina por interceder incluso en una raigambre genérica que se siente más juguetona que nunca en manos de Winding Refn.
Esa canibalización, expuesta en una secuencia definitoria y extendida —como no podría ser de otro modo— de la forma más explícita posible a su conclusión, toma acto de consciencia en un film que ya no se alimenta de su atmósfera como mecanismo esencial para hallar soluciones tanto visuales como viscerales. Jesse, la protagonista, comprende a través de ella una esencia —la del yo como estímulo certero, inquebrantable— sin la que no se concibe la supervivencia en un espacio donde esa circunstancia ni siquiera es suficiente, incluso sobresalir se antoja vano: hay que mimetizarse con el entorno y generar una respuesta semejante. Esa metamorfosis, capaz de incidir también en un cine cuya evolución no deja de encontrar aristas, lejos de anquilosarse en unas virtudes capitales que ya han sido capaces de jerarquizar la obra de Winding Refn —en títulos como Sólo Dios perdona o, no tan reciente, Valhalla Rising—, se percibe en una dominancia que se desplaza casi sin quererlo a una identidad distinta: la inocencia da paso a una aceptación que no podía derivar en otra cosa que no fuese lo carnal, y completa un círculo en el que apenas se concibe humanidad, sólo una imagen, un reflejo vano de aquello en lo que dijeron deberíamos convertirnos. Peligro.
Lejos de lo que pudiera parecer, Winding Refn no abandona ese particular simbolismo implantado a través de la imagen, ni siquiera unas obsesiones visuales sin las que no se podría concebir The Neon Demon, llegando incluso a amplificar conductas capaces de disgregar el giallo sin que sea parte de un todo. Así es como queda retratado aquello que reivindica el autor de Drive en su nuevo film: lo efímero como articulación de una reproducción que sólo podría ser esporádica porque el carácter del propio espacio concebido así lo indica, pero que no obstante encuentra en la naturaleza del medio un reflejo discordante. La desproporción se eleva de este modo en un panorama que incluso parece querer abrazar el esperpento, como si su predisposición al cine de género buscase abandonar la sutileza —si es que la hubo— para señalar, a grosso modo y sin faltas, aquello que en realidad predomina e identifica un universo sin dobleces, tan ridículamente manifiesto que sería disparatado encontrar otra representación. Y es que, si el cine pervive en la imagen, ¿por qué no polarizarla y retratar lo efímero a través de su visión más obvia y excesiva?
Larga vida a la nueva carne.