Una sociedad compungida, lobotomizada, en el diván de un falso profeta que transita escenarios de silla en silla, exponiendo cuestiones cuya respuesta no es sino un síntoma: pero no de la condición de unos supuestos pacientes que yacen entre adormecidos y enajenados en los rincones de cualquier asilo, sino más bien desde la perspectiva de un personaje que continúa aletargando mentes en pos de un proceso que deviene reflejo de aquello en que se terminan convirtiendo los oradores cuyo único objetivo es seguir batallando contra una sociedad entumecida, sin estímulos ni capacidad de réplica.
Rick Alverson se embarca en un viaje por la América rural de los años 50 y, en especial, por el abismo de la mente humana. El relato de Andy, un joven cuyo vacío existencial se hace patente desde su primera secuencia —esa donde, con un acertado uso del off, queda constatada la situación que afronta—, que vive bajo el yugo de su progenitor y cohabita con la imposibilidad de poder ver a su madre, virará hacia territorio desconocido cuando, después de recibir la visita del doctor Wallace Fiennes, se embarque en un periplo a la América de sanatorios y curanderos, que recoge en cada pasillo y cada esquina la peor de las enfermedades: aquella que propaga el mismo ser humano con tal de postergar una posición ya de por sí inamovible, pero suscitada por organizaciones e individuos —cuando esas instituciones encuentran nuevos métodos— que no hacen sino alimentar una visión cruenta y deshumanizada que rehuye soluciones de cualquier tipo y expone su procedimiento como la medida definitiva.
The Mountain podría emerger como otro de esos retratos político-sociales —puesto que al fin y al cabo la lectura política, por más que no se defina explícitamente a través de la crónica propuesta, resulta inseparable— dispuestos a reproducir una realidad que tanto significado cobra en los tiempos que corren, pero el autor de The Comedy no se nos presenta ni mucho menos como uno de esos cineastas de guerrilla donde la forma quedaba expuesta a las contingencias del contenido. Una perfecta rúbrica de ello la encontramos en unos primeros minutos que van más allá de sus inalterables y (en parte) frías estampas; el formato, la concepción espacial y una sintética banda sonora funcionan como impulso en la articulación de una fascinante atmósfera capaz de encadenar espacios sin aparente vinculación emocional, pero proyectores de un vacío que terminará definiendo el camino tomado por Andy.
La búsqueda de una madre ahora en otra de tantas instituciones como las que visita día a día el doctor Fiennes, y la huida de un lugar al que sólo parecía mantenerlo anclado su padre, se dirigirán hacia un demoledor cuadro que obtiene su particular magnetismo de las imágenes engarzadas por Alverson, pero dibuja al mismo tiempo un panorama tan desolador como desconcertante. La fiel imagen de un pueblo aislado y convencido de que su única solución pasa por la descarnada acción de un picahielo, no es más que el modo de constatar la deriva de una sociedad donde exterminar la (sin)razón se antoja la réplica absoluta. Una exploración, en definitiva, donde cualquier indicio de humanidad es desterrado y pospuesto al interés de unos pocos.
La manera de explicitar tal universo, concurrido por estampas desoladoras que, no obstante, terminan normalizando un recorrido del que Alverson no se despega —y ni mucho menos con la intención de otorgar una gravedad ya implícita en la situación ‹per se›—, se percibe en la actitud de unos personajes que sirven como espejo reflector: la mirada vacía y perdida de Andy o el atisbo de compasión ante sujetos a los que nadie osaría conceder la cercanía que él propone en ocasiones; el talante carismático y la visión libertina de Fiennes, de inamovible expresión incluso frente a personas cuyo último remanso humano permanece en su locura antes de devenir cadáveres andantes; o la excentricidad y extrañeza con que se distingue tal microcosmos desde los ojos de Jack —un brillante Denis Lavant en otro de esos papeles realizados a su medida—, un tipo que parece evocar otras sensaciones ante el desapego de un mundo alienado sin necesidad de ingresar en psiquiátrico alguno. Distintos prismas que confieren esa pizca de vida necesaria como para que The Mountain no devenga en un seco y desabrido testimonio, por más que al final del trayecto todo lo que quede sea esa mirada descompuesta ante un paraje tan frío e inclemente como el propio espacio que recorren individuos condenados a vagar como almas en pena hasta el fin de sus días.
Larga vida a la nueva carne.