Que a estas alturas podamos definir a Osgood Perkins como un cineasta dispuesto a no contentar (o, al menos, no en términos absolutos) al espectador es, o por lo menos debería ser, una obviedad; y cuando hablamos de no contentar, como es evidente, no nos referimos tanto a arrojar un producto que llegue todo lo lejos que uno podría esperar (ahí cada cuál decidirá) como a uno entregado a unas expectativas que no siempre se cumplen por completo. En ese sentido, no se puede decir ni mucho menos que estemos ante un rasgo negativo en la consecución de ese cine escurridizo, las veces improbable, sino más bien que los desvíos tomados por Perkins a menudo desembocan en una promesa que, sin ser vana, termina por incumplirse. Hay, en ello, un componente de lo más estimulante que suscita reflexiones alejadas (a priori) de la premisa central, pero que de un modo u otro no desembocan definitivamente en algo satisfactorio.
Con The Monkey, el autor de Longlegs ejecuta un ejercicio que se aleja de su anterior trabajo en tanto surca una raigambre puramente genérica cuyo gusto por el desparrame se vislumbra ya desde su primera secuencia: una que bien pudiera recordar a determinado film donde la muerte hace y deshace a su antojo del modo más rocambolesco posible, pero pronto desgrana una disyuntiva que se sobrepone al simple acto de matar (o morir). Perkins halla en los lazos familiares un incentivo desde el que su nuevo trabajo se construye con cierta pausa, otorgando un sentido específico a cada segmento de su narración y dando forma poco a poco a ese relato tejido por el legado —ya nos advierte de ello en una de sus primeras frases donde habla sobre los terrores paternos heredados—, y más adelante edificado sobre esa vis envenenada, incluso traicionera, que pueden llegar a ser los vínculos consanguíneos. Todo bordeado por una voz en ‹off›, salpicado de chorretones de sangre que acoge ese producto de serie B que en un principio parecía podía ser el film, y matizado para que no sólo estemos ante puro regodeo estético (y hemoglobínico). En definitiva, The Monkey se aleja de la simple y (en cierto modo) mecanizada diversión que parecía señalar su premisa (si hay quien no se hubiese acercado al material inicial, cosa harto improbable).
Es, en ese gesto, el de trascender al puro desparrame, donde Perkins demuestra de nuevo ser un autor que va mucho más allá de la circunstancia; de hecho, que no se regodee en ese carácter lúdico del film —algunas de las muertes las despacha con sencillos ‹flashbacks› o secuencias que ni siquiera son tan gamberras como uno podía llegar a deducir— da buena cuenta de que estamos ante un cineasta interesado en el género, como se antoja incuestionable por su propensión a adentrarse en los distintos vericuetos del horror, pero al mismo tiempo de que sus intereses se dirimen en algo más que el simple chapoteo sanguinolento. No es que una cosa anule otra, ni mucho menos, pero demuestra unas inquietudes que cuanto menos hacen del film que nos ocupa uno de esos ejercicios que no se quedan en el simple chascarrillo, en esa nada que surge las veces cuando una propuesta no posee la fuerza adecuada por más que sus imágenes pretendan llevarnos más allá.
The Monkey logra así trascender al encaje de serie B inicial, si bien dejando un buen puñado de momentos desternillantes, para asentarse en un terreno más sugestivo, donde Perkins encuentra las piezas, las dispone y, si bien no termina de culminar el encaje de las mismas, al menos otorga estimulantes motivos que otorgan a The Monkey un revestimiento mucho más maduro. Y es que sí, puede que el nuevo trabajo del cineasta no halle el camino adecuado para destacar en ninguna de las dos facetas, siendo su forma de apelar a la serie B menos imaginativa de lo que parecía indicar su secuencia germinal, y quedando en una extraña tierra de nadie toda esa construcción en torno al núcleo familiar, pero hay que reconocer cuanto menos el inconformismo de un autor que no da puntada sin hilo y que, pese a cuajar muestras un tanto discontinuas de talento, se mueve con un temple, lejos de modas y estilemas, que ya querrían otros para sí.
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Larga vida a la nueva carne.