El agotamiento de un género como el ‹found footage› se ha transformado en una de las evidencias del cine de género durante los últimos años y, precisamente en esa característica, lo consumido de una etiqueta que ha encontrado matices de todo tipo —de lo dramático a lo terrorífico, pasando por la comedia e incluso una mirada más satírica como la de la siempre reivindicable Willow Creek de Bobcat Goldthwait—, encuentra esta The Medium la capacidad para afrontar su sino. Y es que aquello que podría suponer la enésima revisitación del género en el nuevo film de Banjong Pisanthanakun —habrá quien le recuerde por títulos como Shutter o Phobia— escrito y producido por Na Hong-jin —ni presentación requiere—, se transforma sin embargo en el pretexto desde el que evocar en el dispositivo la construcción de un microcosmos donde folclore y mito acuñan una de las verdaderas razones de ser del film. Un tenaz movimiento que el tailandés logra desplazar al terreno en el que juega con una disposición insólita: lejos de componer una obra absorta en las reglas del terreno que pisa, Pisanthanakun es capaz de forjar un contexto más bien dramático —aunque finalmente no funcione como tal, sino más bien como subterfugio de una primera mitad volcada en comprender los códigos de ese universo— en el que subyacen los principios de un mundo en el que, más adelante, el cineasta nos sumergirá a pleno pulmón en un auténtico y malsano viaje donde ya no habrá vuelta atrás. Pero lejos de eso, lo verdaderamente sugerente de ese arco inicial, reside en la forma de abordar su origen a través de un tono que, si bien se permite incluso algún momento (¿involuntariamente?) cómico, otorga la esencia primordial desde la cual vernos inmersos en el epicentro de ese, en un principio, insólito viaje.
Aunque es cierto que The Medium comprende ese primer tramo como una ineludible exposición desde la que dar forma al universo interno del film, así como indagar en la circunstancia y sentir de sus protagonistas, y pese a ser saber mantener en todo momento el interés, quizá se antoje excesivo dado el carácter genérico de la propuesta. No obstante, en esa decisión estriba una valentía digna de elogio: el cineasta tailandés no se propone, ni por un momento, anticipar su naturaleza terrorífica —aunque logre construir momentos un tanto inquietantes por el camino—, sosteniendo así un pacto ficcional que lo es hasta las últimas consecuencias; porque, a resumidas cuentas, no se comprendería The Medium sin dos primeros actos capaces de preservar su verdadera esencia. Todo ello, además, cohesionado a través de un dispositivo que administra los códigos del ‹found footage› —como tantos otros— a su manera: no falta esa música ambiental que en ocasiones sirve para proveer de la atmósfera adecuada al film, ni tampoco un montaje cuyo impacto se percibe especialmente en ese último acto, donde incluso llega a alternar acciones de forma paralela.
Un pacto ficcional que, sin embargo, no podría sostenerse sin un último acto en el que Pisanthanakun nos sumerge a pleno pulmón en ese microcosmos haciendo del delirio su principal herramienta: y ya no tanto por las reacciones de ciertos personajes e incluso situaciones que se antojan poco comprensibles —siendo benévolos—, sino más bien por el cariz desmadrado y auténticamente loco que toma un tramo final que a más de uno retrotraerá con facilidad a aquel maravilloso episodio rodado por Timo Tjahjanto y Gareth Edwards para V/H/S 2 titulado Safe Haven; salvando, claro está, las distancias. Aquello que pretende, al fin y al cabo, el cineasta tailandés, es culminar un relato que ya había ido sugiriendo cierto delirio, no tanto detonar una verdadera explosión genérica que, si bien terminamos encontrando en The Medium por acumulación, no parece tan predispuesta a ello como sí lo era, por lógica, una pieza en corto de apenas 30 minutos —que, por cierto, si no han visto, queda absoluta y totalmente recomendada—. Así, The Medium, más que aterrorizar —tiene sus momentos, pero le restan eficacia recursos como esos reencuadres realizados sobre el mismo plano dirigiendo la mirada del espectador o cierta tendencia al ‹jump scare› facilón en algún tramo determinado—, lo que logra con creces es erguirse a modo de artefacto de género tan enajenado como divertido que, aunque clama paciencia al espectador —haciendo, todo sea dicho, las cosas bien por el camino—, termina otorgando aquel disfrute sólo inherente a sus piezas más desacomplejadas.
Larga vida a la nueva carne.