The magic mountain es el cuarto largometraje de la directora rumana Anca Damian. Ganadora de la Mención Especial del Jurado en el pasado Festival de Karlovy Vary, ex-aequo con la italiana Antonia, se trata de la segunda parte de una trilogía temática que aborda el heroísmo, y que dio inicio en 2011 con la aclamada Crulic, camino al más allá. En esta ocasión, la historia se centra en el alpinista polaco Adam Jacek Winkler, conocido por su entusiasta lucha anticomunista y su participación frente a la intervención soviética en Afganistán. Desde su establecimiento en París como refugiado de la Segunda Guerra Mundial hasta su muerte, la película nos presenta a un personaje que representa en su vida el período de gran convulsión sociopolítica experimentado durante la segunda mitad del siglo XX. El avance de la Guerra Fría, las protestas de Mayo del 68 y demás escenarios se observan desde el punto de vista de Adam y su firme convicción ideológica.
Como en su predecesora, Damian elige el formato de docudrama ficcionado en el que sigue la historia real de un personaje, y de la misma manera, la forma de representar estilísticamente la narración es mediante una amalgama de distintas técnicas de animación y estilos de dibujo, entre los que se encuentran distintas modalidades de stop motion, collage, garabatos y óleos, utilizando además varias fotografías y grabaciones reales. Esa mezcla en principio heterogénea y poco justificada, en la que la figura del protagonista se transforma entre escena y escena hasta un punto en el que la representación visual del personaje y de su entorno nada tiene que ver de una secuencia a otra, se adapta a la perfección a la narrativa biográfica de la película, permitiendo a la directora retratar distintas etapas de la vida de Adam en las que el énfasis en todo momento está en su percepción subjetiva y posicionamiento moral, sin intención de ofrecer un retrato meramente expositivo sino de adentrarse en la psique de su personaje, logrando con ello un resultado de base irregular pero de una tremenda sensación de solidez global y coherencia interna.
Lamentablemente, en la comparación con Crulic se dejan ver unas carencias que convierten este segundo filme de la trilogía en una obra inferior y significativamente menos memorable. Parte de esto se debe al propio material de base, la elección de una historia menos visceral, más basada en decisiones y convicciones personales y menos en circunstancias de puro énfasis emocional, con lo cual la empatía del espectador con Adam es menor, más selectiva y se reduce en ocasiones a compartir o no sus inquietudes. Pero tampoco debe pasarse por alto el enfoque de Damian, quien vuelve a representar un punto de vista carente de objetividad en el que se deja ver su identificación con el personaje que describe, llegando en ciertos puntos a parecer que directamente glorifica su lucha y convicción moral; y lo que en la ocasión anterior funcionaba al presentar una situación de indefensión con la que no resultaba nada difícil identificarse, adquiriendo un tono de denuncia social sobre una situación cruel e injusta, en ésta confía simplemente en la proximidad de un punto de vista ideológico, lo cual reduce y casi minimiza la conexión emocional con el espectador, o como poco la condiciona muy estrictamente.
No quiero decir con ello que la obra carezca de habilidad para estremecer y hacer sentir a quien la ve, porque Damian maneja con mucha pericia su gran variedad de recursos estéticos. Y no hay duda de que es capaz de captar con efectividad la emoción de muchos momentos concretos; por ejemplo en su representación de la incertidumbre y el miedo cotidianos durante la etapa de Adam en la guerrilla afgana, en contraste con la mayor viveza de las escenas que retratan su «despertar» ideológico y la adquisición de su compromiso en la lucha anticomunista. Pero en lo referente al todo, a la visión global de la cinta, ésta queda irremediablemente coja y da una sensación de hermetismo, de que la autora se ha limitado a expresar su complicidad con el personaje sin transmitir el por qué de ésta al espectador. La exploración de sus motivaciones y de su trayectoria se hace en exceso superficial, no se ahonda de una forma meticulosa en la raíz de su progresión moral.
Por todo esto, encuentro el mayor atractivo de The magic mountain no en su visión personal, que encuentro irregular y bastante menos sugestiva que lo narrado en Crulic, sino en su condición de documento histórico de un valor tremendo, eligiendo una perspectiva casi inmejorable para reflejar la multitud de factores políticos y sociales que surgieron en la Europa de la segunda mitad del siglo XX. En ese sentido es donde la escena final, en la que vemos una grabación real de un Adam Winkler ya anciano, adquiere una gran fuerza por el mero hecho de que somos conscientes de lo valioso de su testimonio, como una persona que viajó, se empapó de y vivió de primera mano la amplitud de circunstancias históricas, luchas y movimientos sociales que se retratan en la película.