Érase una vez una joven enamorada del amor, que lo tenía todo para encontrar al hombre del corcel blanco que deseara contemplar día y noche su melena al viento. Aún así incluyó un postizo negro a su cabeza, unas pestañas cautivadoras a sus ojos siempre maquillados, unas uñas alargadas y enrojecidas a sus hábiles dedos y sortijas y abalorios que acompañaran a sus seductores atuendos que disfrazaban sensuales bailes con los que aderezaba sus pócimas de engañoso amor. No suficiente con ello, ronroneaba oscuras artes que la convertían en el blanco de toda sospecha, y su aparente inocencia se transformaba en un ideal inalcanzable, tan falso como el pelo, las pestañas, las uñas y los reflejos de sus joyas.
Y el corcel ya no lo era más, el gran caballero se desvelaba como un niño lloroso y el cuento terminaba lóbrego, sangriento, doloroso, hasta imaginar uno nuevo con el que empezar de cero.
El colorín colorado pintaba los excesos de la fémina feroz, la bruja del amor que surgió de la nada.
Si todo comenzase en blanco y negro, veríamos a una de las rubias predilectas de Hitchcock huyendo preocupada de sus problemas. Pero llegó el color más histriónico, y posteriormente una generación alimentada por su saturada pleitesía a la imagen, más cercana a una vivaz pintura que a una exportación de la realidad al cine. Así que vemos a una joven morena en pleno monólogo interno afianzada su expresión en la autocomplacencia, jugando con el primer plano, la mirada siempre iluminada, los fondos impostados, los recuerdos epilépticos que evocan una pérdida humana “giallesca” (en ausencia de sus característicos guantes) y nos aseguramos de captar que Anna Biller hace un cine harto conocido y referencial, pero al mismo tiempo, Anna Biller hace un cine totalmente personal e innovador. Es hora de disfrutar del espectáculo.
Había en los años 50 una bruja en televisión que meneaba con gracia su pequeña nariz para convertirse en la perfecta esposa, ama de casa incombustible y atractiva amante que todo hombre pudiese desear (una parte en la que jugaba papel importante la mente del que veía la serie, como una evocación de la necesidad de sexualizar a un personaje aparentemente blanco). El artificio femenino en favor de la bucólica idealización masculina de la mujer. Elaine (interpretada por Samantha Robinson), protagonista de The Love Witch, es la versión realista de la que ocupaba los capítulos de Embrujada. Para algo comparten nombre de algún modo ambas brujas.
Rebuscado lo del «realismo», puede ser, pero Anna Biller arma a una mujer que busca al príncipe de cuento de hadas en un ahora indeterminado, donde el rol mujer-hombre es perniciosamente marcado, siendo ella quien utiliza esos ideales masculinos para embaucar a sus amantes, que se convierten en víctimas de sus propios sentimientos. ¿No sería esto, pues, la bruja de la naricita deliciosa con la malicia y el capricho que la naturaleza de la época no le permitía mostrar? Para ello, Elaine es el todo: la mujer anhelante, la bruja despiadada, el hombre arcaico y un vengativo desprecio con pies y manos. Es decir, una voluble personalidad que abarca lo concebible y lo intolerable, para reírse del amor y su idealización a mandíbula partida.
Pero Elaine también es entrañablemente peligrosa, un personaje de adorable incorrección que además es bruja, con todo lo que ello conlleva. The Love Witch se baña en torrentes de ‹sexploitation›, technicolor, con herejes rituales paganos y escenografías sobrepasando el kitsch. Vive por y para su rebuscada estética que complementa a la perfección su revolución interna, su sátira genérica que invierte tiempo y atrezzo en convertir a la bruja en diosa terrenal —¿acaso había en el Olimpo alguien que no disfrutara de imposibles antojos?—.
A partir de la bruja, Biller experimenta con cada uno de los roles marcando pautas y acontecimientos, desde la decoradora con su discurso normalizado a los hombres perdidos en sus emociones. Juega deliberadamente con las palabras que pronuncian cada uno de ellos, emplazándolos en lugares saturados, tal vez inesperados, aunque con un gran poder simbólico.
Todo es liviano. Nada sucede porque sí.
Es algo definitivo: me encanta Elaine y todas sus trampas —sin reparos para adorar el cuerpo, enumerar los fluidos que lo componen y aterrorizar desde lo sentimental— pero aún me emociona más toda la parafernalia arcaica que la acompaña. Al primer zoom soy tuya y a la segunda víctima he sacado mi capa ‹wicca› para bailar desnuda en círculos. Porque sus reciclados conceptos en los que reivindicar un mensaje en un cine tan visual y manoseado son solo datos de interés cuando la simple superficie banal que la reviste ya funciona por sí sola.
Su última escena es esclarecedora, dando vida a la situación real, a la reiteración pictórica, a las condenas mentales. Hay mucha imaginación y doble filo en Anna Biller, así como valentía para abrir sus fantasías al puro homenaje.
Prevenge. Fiel compañera en esto del terror y la mujer.