Si algo nos ha enseñado la experiencia y la admiración por el cine de terror, es que las casas encantadas nunca fueron el más placentero de los lugares en los que pasar una noche. Y si algo ha aprendido toda una generación de cineastas que crecieron con ellas, es que pueden ser un emplazamiento idóneo para construir relatos lóbregos a la par que románticos mientras el espectador pasa un mal rato. Brian O’Malley y su predilección por lo sobrenatural —algo de ello había, aunque fuese en la superficie, en su debut Let Us Prey— encajan a la perfección en ese espacio donde desarrollar una crónica en forma de cuento gótico bien puede valer la atención del público.
El cineasta irlandés se aferra así a un territorio conocido, y desenvuelve a través del mismo un universo de lo más sugerente. Basta con analizar una de sus primeras escenas —donde Edward interpela a su hermana para que pida perdón—, para percatarse que en The Lodgers no se afronta el género desde sus vías habituales. Si bien es cierto, no obstante, que pervive en ella ese indispensable sentido del romance que suelen guardar este tipo de relatos, percibimos algo más; en la figura cuasi fantasmagórica de Ed, por ejemplo, queda reflejada una sensibilidad familiar ciertamente macabra, algo que se dibuja ya en la secuencia descrita. Pero si en el nuevo largometraje de O’Malley se detectan elementos dispares más allá de una historia mediante la cual perfilar el sobrenatural filtrado por el retrato familiar, es en cierto modo debido tanto a la relación de los protagonistas como a la descripción del universo descrito.
No todo son virtudes en esa disposición espacial, y si la construcción realizada por el autor de Let Us Prey resulta enteramente sugestiva, no sucede lo propio con un desarrollo de personajes que se queda a las puertas. Mientras Charlotte Vega construye un protagónico fuerte, que busca en la independencia fuera de esa mansión un recoveco para explorar nuevas vías, Bill Milner se dirige más al arquetipo y en su reverso encontramos sobrados alicientes para seguir el tratamiento de un personaje que podría ser mucho más interesante de lo que termina resultando; tanto las intenciones del mismo como su evolución como tal quedan sobreexpuestas por una interpretación demasiado acotada y cerrada, dejando a un lado un punto de ambigüedad que hubiese sido más conveniente.
The Lodgers no tarda en evidenciar, pues, que las raíces de su relato giran más en torno a otros elementos. O’Malley levanta el habitual halo de misterio a través del que constituir una intriga que se desarrolla apelando a temas como la familia —sujeta al mundo submarino cuyas claves se nos van revelando poco a poco— o el pasado —al que se alude desde ese oscuro cuento familiar—, pero que sobre todo encuentra su espacio sobre la figura de Rachel, no tanto por ser la protagonista como por querer huir de esas fijaciones que ponen cerco a su voluntad. Un espacio que, sin embargo, delimita las posibilidades de una cinta que sabe reforzar a través de su aspecto visual —el predominante cromatismo verdoso y su relación con uno de los ejes centrales del film— el universo compuesto.
Aunque se aprecie el esfuerzo por evocar un terror de viejo cuño que huye de lo explícito y gráfico —algo que, paradójicamente, choca con las constantes del debut del irlandés—, lo cierto es que la propuesta de O’Malley termina cayendo en saco roto; y no por manifestarse como un film plano en más de un sentido, sino por tratar de componer ese mosaico mediante motivaciones —por apuntillar: no se le termina de sacar partido a la mansión donde transcurre la obra, y se presta más atención a una relación estéril (por importancia que le quieran transmitir) como la sostenida por Rachel fuera del caserón— que, lejos de dotar de mayor profundidad a la historia, terminan por desposeerla de un vínculo —el relativo a esa construcción— cuya amplificación hubiese sido mucho más idónea.
Larga vida a la nueva carne.