Uno de los puntos fuertes de The Lighthouse es el de ser un producto honesto a carta cabal. En 5 minutos de metraje sabes exactamente lo que quiere, cómo lo quiere y qué argumentos formales va a usar para ello. El juego es tan simple como claro: atmósfera, sonido, blanco y negro y duelo actoral para sumergirnos en un descenso paulatino a una locura húmeda, iracunda y salvaje.
No se puede negar que Robert Eggers hace una auténtica exhibición de dominio de todos estos recursos, hasta el punto de, por momentos ser capaz de apabullar con ellos. La sirena, el mar, la lluvia y el desnudo contexto geográfico se convierten en una puesta en escena dantesca, infernal que, en teoría debería llevar a la sugestión no solo a los protagonistas sino también a la audiencia.
Y aquí es donde posiblemente Eggers acaba cometiendo un pecado autoral de primer orden, el de filmar la película única y exclusivamente para su gusto personal sin importar que, quizás lo que está rodando, no funcione más que exclusivamente a través de su mirada. Claro está que un film es obra de su director, faltaría más, pero existe ese difícil equilibrio entre el onanismo y la conciencia de que esa obra será visionada por otros. La balanza en este caso cae del lado de la masturbación en modo premium de tal modo que todo aquello que pudieran ser virtudes acaban ahogando el producto en una frialdad de vídeo instalación.
El descontrol se acaba adueñando de la función, esencialmente en lo que respecta a su objetivo final y a la dirección de actores. Por un lado no sabemos exactamente cuándo ni cómo, y sobre todo la razón por la que se deshacen los límites entre realidad y ficción desembocándolo todo en un ‹macguffin› decepcionante a todas luces. Respecto a la interpretación se confunde intensidad con un duelo a gritos y a muecas ciertamente cargante. Sobre todo cuando mucho de lo gritado y peleado resulta incomprensible a nivel argumental.
Todo ello acaba por generar una contradicción. Por un lado la admiración por el virtuosismo formal exhibido y, por otro, la anulación que hace este aparato de cualquier otra consideración en la película. Es por ello que calificar a The Lighthouse como una mala película sería tan irresponsable como dejarse arrastrar por su impostura. O resumiendo, una cosa es querer transmitir y otra muy distinta transmitir puro tedio, aunque sea de la forma más bella posible.
Así pues Robert Eggers confirma varias de las cosas que ya se intuían en The Witch como su capacidad para hacer un cine basado en las atmósferas malsanas pero que con The Lighthouse da un paso atrás en definición de objetivos haciendo un ‹reductio ad abstracto› que ahoga cualquier capacidad de empatía con lo que nos cuenta. Una película, en definitiva, que no consigue dejar poso emocional alguno sino más bien un regusto agridulce al reflexionar sobre lo que podía haber sido y finalmente ha quedado en una de las más bellas y aplastantes exhibiciones sobre la nada que se recuerdan.