La fuerza de The Last Family radica en sus escuetas pretensiones autorales o digresivas. Sin otra intención que la de disponer una historia al servicio de un concepto, en este caso la figura del artista plástico polaco Zdzislaw Beksinski durante su fructífera época pictórica, el largometraje no oculta su etiqueta de ‹biopic› puramente académico. Exceptuando el prólogo ‹in extremis›, de finalidad irónica antes que narrativa, el guionista comprende que las últimas tres décadas de vida del artista contienen un material dramático lo suficientemente brillante como para desestimar un enfoque clásico, y por ende lineal cronológico, en su transposición a la pantalla. Dicho esto, el intertítulo inicial que recalca la realidad en la cual se basa aquello que va a ser narrado insiste en recordar al espectador la veracidad del esperpéntico modo de vida de Beksinski y el resto de su desestructurada familia nuclear, formada por una esposa ignorada y depresiva, reducida a labores de servicio doméstico y encerrada junto a un hombre cuyo renombre y estima empequeñece al suyo, un hijo adulto con tendencias suicidas y serios problemas comportamentales propios de una juventud perdida y dos ancianas, madres de cada mitad del matrimonio, postradas en cama y necesitadas de continuas atenciones médicas.
Precisamente, esta alusión a la procedencia real de un relato que se sabe biográfico de antemano remite al poder de la imagen cinematográfica como unidad desmitificadora de estructuras dramáticas. La obsesión del pintor por grabar en vídeo a su familia a lo largo de los años responde a una justificación del axioma pocas veces confrontado que admite que la realidad supera a la ficción. Al presenciar cómo el pintor retrata digitalmente el paso del tiempo a través de cámaras fotográficas y videográficas, el cineasta establece una interesante reflexión sobre los límites del arte, que en el caso de Beksinski aluden al atractivo de lo putrefacto y lo tétrico, tal era el estilo gótico fantástico del que se nutrían sus cuadros. Mediante un calculado trabajo de cámara, gratamente inaudito tratándose de una ópera prima, el director construye su historia a través de los episodios de sufrimiento de la familia, denostando hacia ella una voluntad masoquista, como si el genio del patriarca estuviera inexorablemente acompañado de traumas destacables para él y sus allegados. No hay gloria sin dolor, parece decir el narrador. De esto último podría concluirse que no es casualidad que la secuencia del accidente del avión, situada en el equinoccio del metraje, esté rodada en un largo y angustioso plano secuencia. La ausencia ya no sólo de elipsis sino de cortes en el montaje amplifica el fatalismo de la familia, destinada a su descomposición.
Al situar el relato durante el último cuarto del siglo XX, es una lástima que Matuszynski no haya decidido dar una mayor importancia al contexto histórico de la época, teniendo en cuenta la relación anímica del estilo pictórico de Beksinski con el de la sociedad polaca. Estamos hablando de los años de la economía de penuria soviética, resultante de una cesión de los factores de producción a cada estado del bloque por ser estos los únicos agentes económicos relevantes. La escasez general de bienes y servicios, la inflación y el desencanto frente al progreso pueden leerse en el tremendismo alegórico de los cuadros del artista, repletos de huesos, cadáveres y figuras sin rostro, espejos de un sistema que seguiría vigente hasta la disolución del telón de acero.
Mención aparte se merece el reparto, y aunque el verdadero descubrimiento del largometraje recaiga en el papel del inestable hijo, Dawid Ogrodnik, visto anteriormente en la maravillosa Ida de Pawel Pawlikowski, puede considerarse idóneo el premio al mejor actor en Locarno para Andrzej Seweryn, quien encarna a Beksinski de forma patética y banal, tal y como este se definía. Un artista mundano, inferior a todos aquellos que admira y que se reflejan en él, pues era incapaz de rescatar sus virtudes y complacer al mundo con ellas.