The Last Black Man in San Francisco (debut de Joe Talbot) empieza con una vibrante escena que presagia todo lo bueno y, por desgracia, todo lo malo que nos va a ofrecer. En el fondo, no se puede negar que el director expone sus cartas de buenas a primeras, sin tapujos y sin disimular sus intenciones. El problema, sin embargo, es que esto funciona a un nivel estrictamente visual, porque en el fondo subyace la idea de si no será más que un despliegue de virtuosismo que tape la absoluta nada que hay detrás de todo el aparato formal.
Sí, entendemos que estamos ante una carta de amor, dolor y rabia a una ciudad, un canto a aquello que sentimos como pérdida sin ser conscientes que, quizás, nunca lo hemos poseído realmente. En este sentido hay una mezcla agridulce entre el idealismo, la visión nostálgica de un sueño idealizado, y la dura realidad encargada de destruir estas imágenes. Y todo envuelto en un preciosista envoltorio visual que flirtea con el surrealismo de un Spike Lee primerizo, la épica folclórica de Benh Zeitlin y la crudeza realista de la vida en un barrio marginal. Una mezcla que resulta apabullante por momentos y que pone la poética de la imagen y su rima con la intensidad emocional como sus principales bazas.
Un aparatoso despliegue de ideas que a la postre acaban por resultar absolutamente indigestas. Sí, usar la poesía como herramienta narrativa es arriesgado y hasta loable, pero que algo rime no lo convierte en algo necesariamente bello al igual que una buena idea no se convierte en algo trascendente y reseñable por sus virtudes intrínsecas.
Y es que The Last Black Man in San Francisco acaba por convertirse en un páramo donde transitan hallazgos remarcables y metáforas de índole social que bordean la vergüenza ajena más absoluta. Hay una insistencia en dejar claro lo que se quiere transmitir que acaba por encallar la fluidez de la cinta amén de convertir la sutileza de un verso en un manifiesto panfletario más cercano al discurso mitinero que a la carta abierta a la reflexión que pretendía ser.
La sensación es que estamos ante esa clase de producto que se hubiera beneficiado de una mayor sencillez en su despliegue, en un ejercicio más humilde (en consonancia con lo retratado) que se alejara de ese ataque de “autoritis” y aires de importancia pretenciosa que transmite en su ‹crescendo› de intensismo emocional a lo largo del metraje.
Como decíamos, estamos ante el habitual caso de intenciones loables versus resultados deleznables. Una película que, al igual que hizo anteriormente Benh Zeitlin, acaba por pervertir sus intenciones en beneficio de una impostura visual y en la conversión de la belleza en un guiñol estereotipado donde situaciones y personajes acaban por ser marionetas en un mundo de cartón piedra. Una de esas películas que se convierten, por obra y gracia de un director más cercano al demiurgo inconsciente que al poeta inspirado, en generadoras de hastío y rechazo, es decir, justo todo lo contrario de lo que pretendía en sus elogiables, pero fallidas intenciones.