Afrontar un remake como el de The Kindergarten Teacher sin prejuicios es ciertamente difícil. Si ya de por sí un remake (y más si es tan reciente) se mira con cierto recelo, en este caso se suma la pésima impresión que, a quién escribe esto, le generó la cinta original. Sin embargo el factor Gyllenhaal siempre es un punto a favor para decidirse a, cuanto menos, tratar de poner cierta distancia y de no dejarse arrastrar por apriorismos.
El film de Sara Colangelo es prácticamente una repetición de su antecesora israelí, situada sin embargo en un ambiente neoyorkino, cosa que puede parecer intrascendente pero que, a la hora de plasmar la trama, nos pone en un contexto diferente, con sus peculiaridades que, a la postre, acaban por rediseñar una serie de variaciones que marcan la diferencia entre lo que es un remake y una reinterpretación.
Donde estas diferencias quedan más resaltadas es en el tratamiento de la protagonista, una Maggie Gyllenhaal que consigue aportar una visión diferente, alejada de la simple obsesión, un tanto precipitada e inexplicable en la original, para llenarla de otro tipo de emoción, más cercana al egoísmo que a la admiración.
Al fin y al cabo esta versión de The Kindergarten Teacher versa más sobre la competitividad y el fracaso que sobre la extraña relación que se genera entre profesora y alumno. No se trata pues de esa especie de enamoramiento malsano hacia un niño por sus dotes sino más bien la crónica de lo que comienza por una admiración hasta acabar en un rapto, no tanto físico sino más bien en el sentido de un vampirismo artístico e intelectual.
El dibujo trazado aquí no versa tanto sobre las habilidades (extraordinarias) de un niño poeta y de cómo seducen a una adulta sino más bien de cómo la sensación de mediocridad vital acaba por sobredimensionar las capacidades de un infante hasta el punto de querer adueñarse de un talento que, aunque palpable, siempre da la sensación que solo es detectado a través del prisma de alguien necesitado de rellenar un vacío existencial e intelectual.
Efectivamente, Gyllenhaal es descrita como alguien si bien no infeliz, si torturada en lo íntimo por un trabajo, una vida de pareja y unas capacidades artísticas que siente como mediocres e inanes. Así, las habilidades del niño poeta no son más que el gatillo que dispara la locura de la insatisfacción, hasta convertir a una inofensiva profesora en alguien dispuesta a realizar actos de cualquier índole (sexual, personal, laboral) para conseguir sentirse realizada.
Sara Colangelo pues, utiliza el argumento base para describir una sociedad de ausencias en todos los ámbitos. Un mundo exigente que, paradójicamente, a su vez para rechazar la excepcionalidad y pide a gritos ser parte de una mediocridad controlada, donde el éxito se mide por el dinero que uno gana y no por sus potencialidades artísticas o intelectuales. Con ello no es que estemos ante una glorificación, elogio o justificación del comportamiento irracional del personaje de Gyllenhaal, pero sí que hay un marco detrás que nos habla de una locura inducida, de un grupo de gente, nosotros, que estamos sobreexpuestos a una presión social excesiva. En definitiva estamos ante una película que se articula más como advertencia y denuncia que como relato de una obsesión y, ni que sea por eso, ya resulta superior a su predecesora.