Pier Paolo Pasolini realizó con total concisión en su Teorema (1968) lo que podría definirse como la deconstrucción definitiva de la clase burguesa. Un invitado interpretado por Terence Stamp mantenía relaciones sexuales con todos los miembros de una familia acomodada durante una breve visita a su casa. Ese hecho expandía su mundo, trastocaba la perspectiva de sus personajes y al desaparecer de sus vidas —incapaces de regresar a su estado anterior— intentaban afrontar el resto de su transformada existencia cada uno a su manera con muy distinto resultado. Esta especie de estructura de ‹home invasion› inversa es la que parece seguir The Killing of a Sacred Deer de Yorgos Lanthimos en lo que es su segunda producción internacional rodada en inglés tras Langosta (The Lobster, 2015). En esta ocasión es la familia del cirujano que encarna Colin Farrell la que ve trastornada su cotidianidad, cuando un adolescente con el que mantiene una extraña amistad le pone en una situación límite en la que debe cometer un acto horrible contra uno de sus seres queridos para evitar perderlos a todos en extrañas y angustiosas circunstancias.
La propuesta sobrenatural catalizadora aparece así en una historia de dimensión completamente realista tratada con el escepticismo que cualquiera desarrollaría ante hechos sin explicación ni justificación aparente. En este caso lo último conecta directamente con el discurso de una obra en la que las víctimas del horror parecen seres imperturbables ante el dolor ajeno, carentes de la empatía mínima que uno asumiría les podría otorgar su condición humana. Especialmente el cirujano que ejerce del tradicional rol de cabeza de familia, que puede estar operando a corazón abierto con el aliento de un semejante en riesgo entre sus manos para pocos minutos después preocuparse únicamente por el modelo del lujoso reloj que viste un colega sin inmutarse. Todo a su alrededor parece en control y servir a sus intereses. Excepto precisamente el tiempo, antes incluso de que la premisa del film se presente como el dilema absoluto que Lanthimos utiliza para cuestionar su manera de relacionarse con los demás, definida exclusivamente por intereses egoístas. Hasta la manera de tener sexo con su esposa —simulando estar inconsciente, inmóvil y en total silencio— refuerza esta idea básica de la cinta de una estructura en la que el patriarca considera bienes y personas por igual como meras posesiones al servicio de su satisfacción personal, éxito, riqueza o estatus profesional.
Una concreción discursiva cada vez mayor emerge de las imágenes de la película, que no se debe confundir con ausencia de un comentario social sino como la evolución coherente de una sublimación narrativa en la que de manera progresiva en su filmografía Lanthimos necesita menos elementos temáticos y dramáticos para alcanzar sus objetivos. Objetivos que resuenan en esta ocasión a través de una puesta en escena que busca establecer una máxima solemnidad a través de la profundidad de campo y la simetría de su composición en los planos en muchos momentos, que potencian el distanciamiento de la cámara ante los protagonistas, padecimientos y su disyuntiva moral. Unos conflictos reconocibles, pero que parecen dispuestos para la resolución por parte de individuos de otra especie completamente ajena a la del espectador. El humor negro, la carencia de inflexión en la voz y expresión emocional en los diálogos típicos de las obras de su director complementan esa frialdad de un universo retratado sin subrayar los terribles desarrollos de los que somos testigos durante su metraje. Esa patente ligereza con la que suceden y se capturan las calamidades de los personajes y su sufrimiento son así todavía más estremecedores. Aquí es ineludible cuestionarse ¿hasta qué punto puede uno mantener impasible su ‹statu quo› para no asumir las consecuencias de sus propios actos hacia los demás?
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.