La nueva película de uno de los directores fundadores del Dogma 95 o de la estupenda Celebración (Festen, 1998), Thomas Vinterberg, ha sido recibida con entusiasmo en Sevilla Festival de Cine Europeo. Con un ritmo portentoso, que te sumerge poco a poco en el infierno del protagonista (un colosal Mads Mikkelsen), hasta casi hacerse irrespirable el ambiente, La caza (Jagten, 2012) es sin lugar a dudas una de las mejores cintas que han pasado por el festival.
Comenzamos con ese padre divorciado que ansía por encima de todo pasar tiempo con su hijo mientras trabaja en la guardería del lugar donde habita. Así mismo lo vemos relacionarse con sus amigos y vecinos de manera cordial. Especialmente cercano se muestra con la familia de su mejor amigo, cuya hija pequeña va a la escuela para pequeños donde trabaja nuestro protagonista.
Cuando poco a poco va rehaciendo su vida tras un divorcio que suponemos traumático, algo se quiebra. Una inocente mentira salida de un pequeño ángel. El efecto es equivalente a una epidemia de peste, destruyéndolo todo a su paso y propagándose a toda velocidad por el dulce y blanco pueblecito donde transcurre la historia. Lucas, nuestro héroe, es acusado de abusos a niños.
Juzgado y condenado por todos, Vinterberg rueda la cinta en tres segmentos. Así, mientras en Noviembre asistimos a la presentación de los personajes y al inicio del problema, en Diciembre asistimos al acoso y derribo sobre un ser un humano que lucha por demostrar no ya su inocencia, sino también su humanidad mientras es abandonado por casi todo el mundo. En último lugar, tenemos un Día de Navidad donde Lucas, el personaje de Mikkelsen, se revela contra sus jueces y busca no ya una especie de perdón o demostrar su inocencia, sino que saca a pasear su malestar y su rabia ante toda la gente que le rodea, especialmente en una escena, la de la iglesia, que es de lo mejor que ha tenido Mikkelsen entre manos, lo que ya es mucho decir.
Sin duda alguna, uno de los aciertos de la película es no centrarse en exclusiva al juicio público y social al que se ve sometido. El director es consciente de que este es el terreno más abonado y lleno de clichés de la historia y sin embargo pasa por él con mucho desparpajo, sobre todo por conseguir transmitir la angustia del inocente falsamente culpado de manera harto satisfactoria. La pantalla llega a ser asfixiante. No hay escapatoria. Pero afortunadamente el cineasta deja sus mejores armas para la segunda parte de la película, donde Mikkelsen despega todo su potencial, como en la mencionada escena de la iglesia o en aquella otra del supermercado, que termina por ser un referente en el conjunto del filme, cuando Lucas pasa de ser más pasivo a demostrar agallas en aras de satisfacer su malestar con una sociedad que todavía no se ha dado cuenta de su error. Simplemente maravilloso.
A todo esto ayuda un personaje tan maravillosamente bien construido como es el del protagonista indiscutible de la obra, pero también los diferentes cambios de puntos de vista que hay en la película y que afectan sobre todo al padre de la víctima (recordemos, el mejor amigo de Lucas), dándole un enfoque apropiado.
El miedo y asco de la gente se palpa en el ambiente descrito por la cámara. Así mismo, cuando la noticia salta bien parece estar filmando cómo se expande un virus. Una pequeña mentira a la sombra del despacho de una guardería y todos los mecanismos se ponen en marcha sin que nadie pueda detenerlos.
El final, desolador, nos recuerda la capacidad de sentir miedo y odio por un propio ser humano. Y de que da igual lo que se demuestre o pruebe; habrá gente que siempre tenga una sombra sobre ti.