Más allá del cauce lúdico y reflexivo que puede extraerse de una herramienta como la que ha supuesto el cine en su evolución durante el s. XX y lo que llevamos de s. XXI, ha ido adquiriendo un compromiso en la exploración de distintos mecanismos, entre los que encontramos principalmente la capacidad de la imagen como subversora, deconstructora y reformuladora de contextos a partir de los que dotar de un sentido específico distinto a aquello que percibimos. En los últimos años, cineastas como Bill Morrison (Decasia), Jem Cohen (Museum Hours) o György Pálfi (Final Cut) han sido capaces de encontrar tanto en estampas ajenas como en representaciones propias la forma de indagar en la concepción del arte como tal. Es precisamente el nombre del autor de films como Hukkle el que cobra mayor sentido ante un film como The Green Fog, en especial a través de la introspección realizada en su Final Cut: Ladies and Gentlemen, donde el amor y la pasión por el arte cinematográfico cobraban vida en un collage compuesto por imágenes de películas ajenas que al mismo tiempo ponía en juicio el valor de las mismas por sí solas y exploraba otras vertientes en esa extraña expropiación del medio.
El nuevo trabajo de Guy Maddin se postula en un marco similar, pero con una connotación claramente distinta; y es que mientras Pálfi urdía un relato propio mediante esas estampas presentes en otras obras, el canadiense se centra en una suerte de relectura de Vertigo, el clásico que Alfred Hitchcock dirigiera a finales de los años 50. La concepción de ambas obras, pese a partir de puntos alejados uno del otro, no se siente tan extraña como uno pudiera presumir, pues por más que Maddin parta de un material original, el hecho de reconstruirlo acudiendo a referencias externas a esa Vertigo, no supone sino una revocación del sentido primero que tenían las imágenes del film de Hitchcock, exponiéndolas en un nuevo ámbito que desde la propia reedificación altera el tono del original. Una decisión que, no obstante, no se antoja resultado de la búsqueda mediante un material distinto, sino de la decisión consensuada por trastocar la intención primordial del autor británico —algo que se anuncia desde su título, The Green Fog, y queda reflejado con mayor fuerza en la secuencia a la que alude el título del film de Maddin— y pervertir con un sentido del humor personal la representación de un film ante el que el autor de The Forbidden Room se descubre involuntariamente: no hay posibilidad de reproducirlo si no es desvistiendo su significado.
Es en esa comprensión donde se establece un vínculo de lo más interesante, y en el que la subversión del ejercicio propuesto alcanza también un sentido propio. La gamberra comicidad —a través de un montaje tan extravagante como certero—, la reinterpretación de determinados momentos —el ya citado de la niebla verde, donde la mirada irónica de Maddin se sobrepone quizá a una de las secuencias-tótem de Vertigo, o el derrocamiento e inversión en esa conclusión— e incluso la forma de reestructurar tonalmente su base —esa secuencia con Chuck Norris como protagonista resulta impagable— no son sino formas de interpelar los mecanismos cinematográficos y encontrar en ellos nuevos métodos para explorar una imagen ya existente. The Green Room constata, pues, que Guy Maddin —con la colaboración, en esta ocasión, de Evan y Galen Johnson— es un cineasta único, cuya perspectiva está capacitada tanto para reubicar imágenes como para alcanzar nuevas lecturas mediante las mismas, apelando a una devoción por la arqueología cinematográfica que se aleja de toda idea preconcebida y es capaz de deleitarnos incluso cuando su Frankenstein cinéfilo llama a puertas tan grandes y respetadas como las de Sir Alfred Hitchcock.
Larga vida a la nueva carne.