La exploración de la culpa y, en última instancia, el perdón, sirven de eje central a la cineasta danesa Katrine Brocks para realizar su debut en el terreno del largo, una The Great Silence que pone su mirada sobre Alma, una novicia que encara un momento crucial, pues está a las puertas de las témporas (o ‹ember days›), ciclo a través del cual entregarse a la penitencia y admiración a Dios en aras de encauzar una nueva etapa. Todo parece dispuesto para ello en el convento al que Alma ha decidido entregar la herencia que le dejó su padre, y queda expuesto en una rutina sobre la que sobrevuela un único objetivo. No obstante, esa práctica se resquebrajará con la aparición del hermano de Alma, Erik, al que la madre superiora permitirá residir en el lugar pese a acercarse esa época que se antoja de suma importancia y en la que no está permitida la presencia de foráneos. Desde el primer momento, dará inicio un encuentro que, si bien se advierte con normalidad, pronto hará aflorar una tensión que va más allá de la incomodidad con que la protagonista recibe esa inesperada visita: Erik atisbará entonces cómo su llegada despierta susceptibilidades, encontrándose incluso expuesto ante algún inapropiado comentario de una de las compañeras de Alma. Brocks administra la información de modo que, mediante el retorno de un pasado no resuelto, va haciendo que se cierna una intriga que en realidad se resuelve mucho antes de lo presumible, pues no resulta difícil atar cabos ante esas conversaciones entre ambos hermanos, quedando así esa serie de ‹flashbacks› con que la cineasta va aderezando la historia en un recurso un tanto improductivo puesto que ni siquiera arrojan luz a un relato pretérito que se solventa sin excesivos contratiempos.
En su defensa, cabe destacar que Brocks no dispone en ningún momento esos elementos como si de un enigma se tratara, buscando más bien introducirlos como vehículo desde el que terminar estableciendo los cimientos de un film que se percibe fundamentalmente desde un plano dramático, y que a lo sumo en algún momento se permite materializar alguna fuga, aunque de un modo un tanto tímido, en torno al terreno del thriller e incluso de un horror psicológico que apenas dispone de espacio pero cuanto menos sirve para reflejar con certeza los demonios internos que acechan a Alma. Asimismo, favorece la progresión de ese relato la presencia de dos actores como Kristine Kujath Thorp (Ninja Baby) y Elliott Crosset Hove (Godland), explorando ella esas cicatrices que asolan al personaje que interpreta, y dotando de los matices adecuados a la confrontación de ese vínculo que se antoja irreparable, y siendo él capaz de insuflar humanidad a un individuo que podría parecer con facilidad el habitual ente disruptor sobre el que orbitan el caos y la tensión, pero que termina mostrando una aprensión que aparece en contadas escenas, pero le alejan de esa figura manida que se advierte desde un inicio.
The Great Silence compone un mosaico que, pecando de poco imaginativo en el modo de conferir un supuesto orden a ese relato, lo suple en especial gracias a la concreción con que da cada uno de sus pasos, que pese a no disponer entresijos o la presencia de una ambigüedad que, en ocasiones, hubiera favorecido ese componente más psicológico que también ostenta el film, arroja los ingredientes necesarios como para que no termine quedando todo en agua de borrajas, pues comprendiendo que posee las imperfecciones habituales de un primer largometraje, al menos asienta las bases de un cine de narrativa clásica que, sin complicaciones, otorga exactamente aquello que se podía esperar de una propuesta como la que nos ocupa.
Larga vida a la nueva carne.