Hay dos películas que conviven en The Good Traitor: una ciertamente interesante en la que se ponen de manifiesto las intrigas y los juegos diplomáticos en tiempos de guerra. La otra, por desgracia, se inclina por una trama melodramática en torno al conflicto amoroso de los protagonistas. Y sí, decimos por desgracia porque, lejos de haber un equilibrio donde lo personal de contexto al resto, el film apuesta por una repartición equitativa de ambos mundos que resta todo el potencial a la trama política.
Ya desde su plano de apertura, donde observamos un espejo fragmentado reflejando al embajador y a su esposa, se nos indican las múltiples facetas de ambos. Honestidad e idealismo en política frente a la ambigüedad sentimental por un lado, amor incondicional de esposa y sumisión dolorosa ante la relevancia política de su marido. Un juego que se traslada a la política en forma de elección entre el respeto a lo oficial o la lealtad a los sentimientos propios.
Una base más que interesante que Christina Rosendahl ejecuta con cierto gusto por el detalle y en la elegancia de sus elipsis y silencios. No obstante, a pesar de dichos aciertos, hay una cierta planicie tanto en desarrollo como en una factura visual que se acerca peligrosamente al concepto de película de tarde. Algo que se refleja sobre todo en los aspectos melodramáticos del film que, a pesar de sus correctas interpretaciones, nunca consiguen despertar un gran interés. De hecho, acaban por convertirse en momentos valle que ralentizan el ritmo y por tanto el interés global.
Siguiendo con la duplicidad presente en todo el metraje, no deja de ser curioso como hay un esfuerzo por resolver todas las cuestiones en cuanto al aspecto político siguiendo la línea de cualquier biopic al uso mientras que los matices personales se dejan (final impactante incluido) en un vaporoso mar de dudas que, más que intrigar, dan la sensación de un decoroso paso de puntillas por la faceta más desagradable de la vida de sus protagonistas.
Todo ello contribuye a la sensación de que no se ha querido glorificar demasiado a sus protagonistas, no hacerlos partícipes de una hagiografía heroica descarada y convertirlos en seres terrenales, con sus luces y sombras. Sin embargo, esta intención permanece opaca, como si en lugar de la búsqueda de un realismo equilibrado se hubiera quedado en una tierra de nadie tonal donde nada parece importar en exceso e incluso los indudables logros diplomáticos tampoco aparentan lo extraordinarios que en verdad fueron.
Este es el verdadero drama en The Good Traitor, que se adivina algo muy potente detrás y que bien focalizado (en un sentido o en otro de las dos tramas) podría tener mucho jugo que extraer. En cambio, Rosendahl parece optar por una drama de época elegante pero convencional y acomodaticio. Aún así, es innegable que se puede seguir con cierto interés, especialmente a nivel ilustrativo sobre el trasfondo diplomático que suele acabar, en el cine bélico, en un segundo plano y que aquí, cobra una relevancia importante aunque no con la fuerza que la historia requería.