Una discusión doméstica entre un hombre y su esposa deriva en una escena lamentablemente poco o nada atípica: él la emprende a golpes con ella justo después de haber agredido a su propia hija hasta que, en un intento por defender su integridad física, logra abrir el grifo de la ducha rociando a su pareja con agua caliente. Apenas han pasado unos minutos, y la sordidez ya se palpa en el ambiente; no tanto por una situación ya de por sí extrema y cruda, sino también por un ambiente que se antoja irrespirable entre esas cuatro paredes. La visita de las autoridades no se demorará en exceso, y es entonces cuando comprenderemos que Bykov buscaba algo más que un pretexto para descubrir una grieta en la pared: la posibilidad de denunciar los malos tratos se desvanecerá debido a que esa figura masculina es el único sustento en un hogar que ni siquiera parece responder a su propio nombre.
El escenario en el cual Bykov sitúa a Dima, nuestro protagonista, no parece ofrecer mejoría alguna. Con él, sus padres, su mujer y su hijo subsisten entre los ecos de una palabra, integridad, que se desliza no sin cierto desaliento y angustia por los labios de la madre de Dima; una palabra que para su desdicha marca las acciones de su marido, ese tonto (“fool”) al que hace alusión el título, del que la vecindad se ríe y cuyo único sustento moral, más allá del hecho de mostrarse honesto no robando, es un banco. Ese banco que vez tras otra baja a arreglar con su hijo después de que unos gamberros lo destrocen en sus incursiones nocturnas al barrio de Dima. Ese banco que su padre sostiene que debe permanecer en condiciones porque si un vecino lo desea, debe poder encontrar aposento en él para no tener que sentarse en el helado suelo.
Dos pinceladas bastan al autor de The Major para describir una situación y un contexto, la de una Rusia cuyos cimientos se retuercen en aras de un desplome cada vez más próximo, y el de un personaje cuya principal virtud es la humanidad: no porque quiera ser ni mucho menos un héroe, sino más bien porque la conciencia que le ha inculcado su progenitor todavía sobrevuela y se sobrepone a un panorama desolador.
Ante un banco que reparar arrancará la fatídica noche de Dima, que a partir del instante en que descubra una enorme grieta que parte de arriba a abajo un edificio antiguo pero habitado se verá inmerso en un universo decadente. Ello pronto queda reflejado con su visita a un guateque en el que la alcaldesa se encuentra en plena celebración con su séquito. La estampa de la degradación cobra todo su sentido en un contexto donde el festejo queda en un segundo plano ante el obvio desfase y la nula dignidad representadas en un panorama donde Bykov media con un gesto inteligente. De pronto, esa figura dominante, la alcaldesa Nina Galaganova, es descrita por uno de sus compañeros exactamente como pocos la habríamos podido imaginar, como si un surco de esperanza se filtrase de repente en la improvisada misión de Dima: desalojar el edificio antes de su derrumbamiento.
Pero toda esperanza, por leve que fuese, se antoja baldía en un marco donde la podredumbre moral hace tiempo que se apoderó de cualquier atisbo de humanidad. La sociedad ha sido moldeada por unos cuantos que, sin embargo, ahora rehuyen responsabilidades: culpan al individuo de su propia desgracia, de ser parias, drogadictos o haber estado encerrados en prisión aunque ese contexto de auténtica miseria lo hayan fomentado ellos mismos. ‹¿Y los niños?›, se pregunta Dima, ‹¿Cuáles? ¿esos que se drogan a todas horas o suben a la azotea a follar?›, replica uno de los responsables de la supervisión de ese edificio, como si algo les eximiera de haberse embolsado fondos destinados a intentar sostener una situación intolerable, que ha terminado reduciendo a cada sujeto como culpable de su propia penuria. Que ha inducido a los (teóricamente) responsables de intentar sostener esa sociedad a obrar con menos rubor todavía. Como si se tratase de un círculo vicioso fomentado y alimentado por las alimañas que manejan el sistema.
Puede que el ruso no se muestre del todo certero en el apartado formal —se entiende el empleo de esa banda sonora para mitigar una situación insoportable, aunque no siempre con fortuna—, pero ante un film como The Fool pocos reproches se pueden sostener, y es que a las ruinas de la Rusia del Leviatán de Zvyagintsev se añade ahora un desplome inevitable, donde esa decadencia descrita es quizá el menor de los males cuando ni siquiera la propia sociedad acepta héroes o salvadores pero sí abraza su condición con tal de poder subsistir otro día más entre escombros. Desolador.
Larga vida a la nueva carne.