Hay una escena en The Fixer que ahonda en el conflicto, cada vez más explícito en el cine rumano, entre el mundo urbano y el rural, donde a su vez se sintetiza la mirada del cineasta Adrian Sitaru sobre los medios de comunicación. En dicha escena un cámara francés graba a dos personas recogiendo estiércol al lado de la carretera en mitad de ninguna parte en un documental sobre el tráfico de personas entre Rumanía y Francia. El protagonista, que intenta abrirse camino en la profesión usando sus contactos internacionales, pide a los dos trabajadores que sigan recogiendo mierda y que no miren a cámara, para diversión del reportero francés y él mismo —recoger mierda les resulta una actividad digna de diversión y que quedará estupendamente en el documental para el público francés—. Desgraciadamente los aldeanos son húngaros, y no pueden hacerse entender. Radu queda retratado como alguien más cercano a dos franceses que a los lugareños, mientras su condición de urbanita se ríe de las prácticas del mundo rural, a la vez que se nos muestra la creación de un reportaje televisivo donde lo que importa es el morbo.
The Fixer —o Fixeur en su título original— comienza en Bucarest, donde Radu sigue de manera obsesionada los progresos de su hijo en una piscina de cara a ser un gran campeón. Una noticia suculenta acaba de llegar a la redacción donde trabaja como periodista; dos adolescentes rumanas serán repatriadas desde Francia por ejercer la prostitución.
Lo primero que hace Radu y su jefe es intentar entrevistar a una de las chicas, por lo que se desplazan a la comisaría. En esta escena encontramos otra de las constantes del cine rumano, como es la corrupción generalizada que lo impregna todo. Solo que en esta ocasión la autoridad se muestra inquebrantable, para desesperación de Radu. Aunque si uno se fija lo suficiente, hay un dato revelador; el comisario insiste una y otra vez que no van a poder ver a las chicas porque “ahí” hay reglas. Ese “ahí” indica que hay otro lugar, —digamos “allí”— donde sí podría suceder.
Radu entiende la indirecta y tras constatar que desde su periódico no se va a avanzar mucho más, contacta con un reportero francés con el que había trabajado anteriormente para venderle la gran exclusiva; un reportaje sobre el drama de la prostitución infantil en plena Europa, con la guinda final de conseguir una entrevista con una de las chicas.
Abandonamos entonces Bucarest, descrita como una gran urbe europea que no se diferencia demasiado de cualquier otra urbe europea. Radu abandona su moderno y pulcro lugar de trabajo y se lanza a la carretera con un cámara y un reportero llegados de Francia hacia pueblecitos en medio de ninguna parte que se parecen tanto a todos los pueblecitos en medio de ninguna parte —y esta descripción corresponde a una visión sesgada y totalmente urbana de quien escribe, claro—.
Lo que sigue es un choque entre el mencionado mundo urbano y el rural. Como desde los pequeños detalles se nos muestra un país partido en dos con valores y maneras de entender el mundo totalmente contrapuestos. Pero en la superficie tenemos un choque, más directo y claro, el envoltorio que esconde el otro conflicto.
Estoy hablando sobre el mundo televisivo de entrevistas y reportajes. Y lo cierto es que la película, sin caer en el tremendismo —al fin y al cabo los franceses no trabajan para un canal abiertamente amarillista, al contrario— sorprende por su certera exposición de los códigos que rigen en este mundo. Nunca me di cuenta, pero ahora cierro los ojos y recuerdo aquellas prácticas recorriendo los pueblos de Andalucía en una unidad móvil para entrevistas en directo. Siempre llegábamos sonriendo. Con buenas palabras y una sonrisa intentábamos camelarnos al entrevistado o entrevistada. O si era algo grave —fue un año donde se puso de moda entrevistar a mujeres maltratadas—. Siempre éramos comprensivos. Ellos siempre nos ofrecían un vaso de agua. Veo la película y me veo a mí mismo y a mis compañeros sonriendo al llegar a un sitio donde nos esperan. Y me doy cuenta de lo bien tratado que está.
No, no son malvados periodistas sedientos de notoriedad. Es decir, sí, claro que sí. Pero ellos no se ven así ni se venden de dicha manera. Siempre con la palabra dignidad en la boca. Y esos zooms… Mucho ha llovido desde aquellas palabras de Godard, tan influyentes como parodiadas hasta la saciedad, donde comentaba que la moral era cuestión de un travelling. En televisión es el zoom. Capturar el rostro en primer plano de una mujer diciendo que su marido le disparó, como me pasó a mí, o el momento donde una de las niñas informa de las únicas palabras que aprendió en su corta vida como prostituta en Francia.
El viaje que inicia Radu le lleva a darse cuenta de todo esto y acabar afectado por la situación, para finalizar constatando que no es visto por los franceses como uno de ellos, que solo es un intermediario, el ‹fixer› —productor que facilita el reportaje, más cercano a un guía que a un periodista—.
Antes se ha movido como uno de ellos, se ha enfrentado a la burocracia local, se las ha visto con la mafia imperante en la sociedad —tal vez invisible en la capital, pero campando a sus anchas en el mundo rural, que se resiste a la falsa sensación de ser modernos—, y ha utilizado sus contactos para conseguir una entrevista que durante buena parte del metraje parece condenada al fracaso. Pero no estamos “aquí”, en la moderna comisaría del aeropuerto de Bucarest, sino “allí”, en un pequeño pueblo rumano, y algunas cosas son más fáciles.
The Fixer es una cinta que hace falta apreciar en todo su valor. Su visión sobre el mundo del reportaje es acertado, poco sutil pero sin tremendismos a la hora de mostrar el trabajo de los periodistas. De fondo, tenemos el conflicto entre el mundo rural y el urbano de una sociedad rumana que se está polarizando de manera acelerada en los últimos años, como muestra la caótica situación política actual. Y de paso, me he acordado del zoom que le hicimos a una mujer mientras lloraba contando como su ex-marido le había disparado cuando trabajaba para (una empresa contratada por) un canal de televisión.