El 29 de mayo de 1985 aconteció uno de los más famosos y lamentables incidentes de la historia del fútbol. Quedaban dos días para celebrar mi sexto cumpleaños y que mejor regalo que contemplar la final más esperada del año, la disputada en el estadio Heysel de Bruselas entre el equipo más laureado de aquella década, el Liverpool de la liga inglesa, con la Juve de Platini. Sin embargo no fue el 1-0 (gol de penalti de Platini) que propició el título de Europa a la Vecchia Signora lo más recordado de aquel campeonato, sino que fueron los acontecimientos que precedieron a la celebración del partido los que aún colean en la memoria colectiva (incluida la mía, la de un pequeño de tan solo 5 años que aún recuerda algunas imágenes de aquel suceso como si fueran presentes). Sí, la llamada Tragedia de Heysel en la que 39 personas (la mayoría aficionados de la Juventus) murieron aplastadas por las avalanchas provocadas por los hinchas más radicales del Liverpool, los denominados Hooligans que ya habían desatado su violencia en anteriores eventos con la total parsimonia de las autoridades británicas y europeas. La iconografía de esa final fue sobre todo dantesca, 22 jugadores dando patadas al balón con los cuerpos calientes de las víctimas en los costados como inertes espectadores y cientos de heridos tirados esperando ser atendidos luchando por salvar sus vidas. La consecuencia de este infierno fue la prohibición por parte de la UEFA de competir a los clubes ingleses en competiciones europeas durante cinco años pues fue la gota que colmó el vaso del organismo ante los numerosos actos de violencia extrema protagonizados anteriormente por los Hooligans, siendo sancionado el Liverpool con diez años de inhabilitación para competir en Europa.
Sin embargo el gobierno de Margaret Thatcher, la autoproclamada Dama de Hierro de la política británica, no impuso ningún tipo de control ni castigo a sus “gamberros” futboleros, los cuales siguieron haciendo de las suyas hasta que en 1989 tuvo lugar otra matanza de 96 aficionados en el estadio Hillsborough (en este caso casualmente hinchas del Liverpool), punto de inflexión que obligó a tomar medidas drásticas en contra de este fenómeno social y deportivo que terminó exterminando el radicalismo de los estadios británicos casi de inmediato a principios de los años 90.
En este contexto se sitúa la trama de The Firm, uno de los aclamados telefilmes que el maestro Alan Clarke realizó a lo largo de los años ochenta para la BBC británica, obra realizada en 1988, ejercicio en el que se celebró la Eurocopa y que por tanto volvería a examinar el comportamiento de los Hooligans británicos tras tres años de destierro del continente, puesto que Inglaterra era uno de los equipos clasificados para participar en el evento que se iba a celebrar en la República Federal Alemana. Clarke fue uno de los mejores y más incisivos autores del cine y la televisión británica, siempre hincando el dedo en la llaga en los aspectos más oscuros y feos de la sociedad de su tiempo, aquella marcada por las políticas de recortes y enfrentamiento social puestos en práctica por los gobiernos de Thatcher, trances que implicaron la explosión de toda una serie de conflictos sociales además de infundir cierta sensación de desesperanza y abatimiento en buena parte de la clase obrera inglesa. El cine de Clarke es de todo menos condescendiente y bondadoso. Sus personajes actúan habitualmente movidos por sus instintos primarios, conduciéndose por la sangre y las vísceras en lugar de por el cerebro. Seres viscerales, desequilibrados psicológicamente, primitivos, brutos, violentos y alérgicos a la autoridad a los que les importa un comino el bienestar ajeno, bordeando las lindes de la delincuencia y la exclusión social no solo por haber nacido en la parte menos agraciada de la ciudad, empero por su inclinación por ejercer la crueldad como única motivación vital debido a la falta de expectativas en el horizonte y a esa carencia de oportunidades laborales con las que disfrutar de una convivencia pacífica.
Y todo este compostaje en las manos de Clarke nunca desemboca en el sensacionalismo barato y fácil, aquel que ambiciona provocar al espectador engañándolo con grandes titulares y explosiones espontáneas. No, pues las piezas de Clarke se elevan como finos estudios que saben diseccionar con la precisión de un cirujano las miserias y problemas sociales de la época que le tocó vivir, esos años ochenta determinados por la hostilidad latente y las injusticias que acechaban a los desplazados y por ello a los más débiles del sistema. Y esa fealdad congénita que sazona los platos del autor de Scum, lejos de empobrecer la imagen y fotografía de sus películas, sirve para empapar el alma pero no la vista de las mismas, pues si hay un sello marca de la casa Clarke es la exquisita planificación y perfección técnica que envuelve a sus criaturas, moldeadas con un sabor moderno desde el punto de vista formal que no renuncia a cierto clasicismo espiritual en su tono que no en su perfil siempre agresivo y valiente, apostando por ello por la vanguardia en lo que se refiere a la estructura y lenguaje cinematográfico.
Lo comentado en los párrafos antecedentes lo hallamos en The Firm, cinta de su tiempo que como hemos comentado focaliza su centro de acción en radiografiar al movimiento Hooligan desde un enfoque sin duda tan osado como contundente. La película trata de un grupo de Hooligans llamado la Inter-City Firm que, por ciertas circunstancias del destino, se ha desmembrado en tres ramas, cada una de ellas lideradas por un personaje a cada cual más grotesco. Sin embargo el líder de una de estas facciones llamado Bex Bissell (magnífico y fascinante Gary Oldman al que se le nota comodísimo en la piel de uno de esos personajes tremebundos y desquiciados que tan bien se le dan al intérprete británico) tratará de unir de nuevo al grupo en contra de la opinión de los otros dos cabecillas, un maníaco llamado Oboe (Andrew Wilde) y otro perturbado enfundado en un traje blanco, gafas de sol y pelo rubio engominado (la descripción de un yuppie en toda regla) especialista en quemar y destruir los autos de los jefes de las pandillas rivales llamado Yeti (Phil Davis).
A raíz del encuentro y combate que se suscitará entre Oboe, Yeti y un Bex al que los otros dos caudillos observan como un peligro respecto al mantenimiento de sus privilegios como líderes de sus respectivos grupos, la cinta indagará en la vida y desgracias de Bex y sus amigos en su intento de volver a reunir a todos los gamberros que se han desmenuzado cada uno de ellos en un grupo diferente. Observaremos al Bex más íntimo, el que trabaja por el día como agente financiero y que comparte su vida con su mujer y un bebé de pocos meses de edad. Un alma perturbada por el fútbol que mantiene su habitación en la casa de su madre totalmente empapelada con las fotos de sus ídolos de juventud y al que la vida ordinaria, la del buen samaritano que trabaja ocho horas en la oficina y arriba a casa para compartir el tiempo con su familia, le asquea siendo su única motivación vital liarse a golpes y navajazos con sus rivales ejerciendo ese poder y violencia que en su trabajo y con su familia le resulta imposible profesar. Seremos testigos de las palizas sin sentido que surgirán por las luchas palaciegas y de poder, riñas brutales y barriobajeras a palos y navajazos por la espalda en la que saldrán mal parados los más jóvenes y cándidos miembros del clan, entre ellos un joven jamaicano al que Oboe desfigurará su cara rajándola para dejar su señal.
Clarke combina con mucho acierto escenas fugaces de emboscadas en pubs, callejones y avenidas protagonizadas por los miembros de los tres bandos, siendo especialmente cruenta aquella en la que Bex emboscará a Oboe como venganza sacándole los ojos de las cuencas o la batalla campal con la que concluirá la cinta, con secuencias más íntimas que dibujarán la personalidad del anti-héroe protagonista y sus secuaces. Un Bex que se comportará como un auténtico orangután con su pareja a la cual solo la prestará atención cuando desea sexo duro (llegando incluso a traspasar los límites violándola como muestra de autoridad y mando conyugal) y para mantenerla como una mera ama de casa que cuide de su hijo y el hogar. Incluso en una de las escenas Bex provocará que su hijo se acuchille la boca al dejar una navaja bien afilada a los ojos del pequeño.
Asimismo se apreciará el temperamento agresivo y maquiavélico de Bex cuando se reúne con sus compinches, todos yuppies y treintañeros adinerados y con familia que malgastan su vida entre alcohol y violencia sin ningún sentido lógico. En este sentido la cámara de Clarke se mueve de manera portentosa entre las bambalinas del grupo permitiendo que el espectador adopte la figura de un miembro más del colectivo gracias al hábil recurso de emplear la steadicam como signo narrativo. Dado que la puesta en escena de The Firm es enérgica no solo por lo que muestra sino por como lo muestra, siendo el movimiento continúo de la cámara una de sus principales señas de identidad. El foco de Clarke no para quieto en ningún momento mostrando a sus personajes por delante, por detrás y en lateral siempre caminando firmemente, corriendo, moviéndose de un lado a otro con la steadicam como fiel acompañante. Puedo afirmar que The Firm contiene alguno de los más bellos travellings que jamás he visto en una película, pues no aparecen como un elemento estético puesto en funcionamiento con el simple propósito de cautivar visualmente al público, sino que aquí esta táctica de estilo conserva todo su sentido semántico en la ambición de Clarke de tomografiar al movimiento Hooligan convirtiendo al espectador en una extremidad más del esqueleto analizado.
El maestro se adentra en las entrañas de este peligro social que estaba haciendo tambalear a la sociedad británica, pero de un modo muy inteligente. Denunciando de forma tácita, sin entrar a prejuzgar a sus personajes, los cuales aparte de despreciables despiertan en algún momento ciertas simpatías, pues en realidad no son más que unas almas en pena y desnortadas víctimas de un sistema incapaz de satisfacer sus necesidades y anhelos. Bex, Oboe y Yeti son unos auténticos hijos de la gran puta. Pero son los hijos de la gran puta que han nacido de ese desencanto y hastío presente en un país orgulloso de sus tradiciones y sus reyes corruptos que trata como a la mierda a la gente que habita sus calles sin ofrecer ninguna salida óptima a sus aspiraciones. Clarke parece preguntarse cuales fueron los motivos que llevaron a toda una generación de jóvenes ingleses a tirar por la borda su futuro decidiendo abrazar la violencia, el salvajismo y la barbarie como medio de encontrar un sentido a su existencia. Sin ofrecer ninguna respuesta clara, el maestro si que pretende analizar sociológicamente los gérmenes del vandalismo, otorgando el protagonismo a hombres respetables que trabajan entre semana y viven en barrios prósperos con sus mujeres e hijos, pero que los fines de semana mutan en diablos a los que les importa un comino la vida del prójimo y la suya propia. Puesto que la semilla de la maldad depende del entorno social y por ello en un ambiente que no respeta la convivencia y paz social solo pueden surgir bestias despiadadas que huelen la sangre como vampiros, que desean morder para saciar su sed de violencia y poder. Pero nada está claro, como en toda buena obra de Clarke, puesto que no hay un sendero único que derive una única respuesta en su cine y The Firm no es una excepción a esta regla. Su final es tan ambiguo como inquietante. En 1988 nada se sabía de las medidas que iba a emprender el gobierno para exterminar a los Hooligans y en consecuencia el epílogo con el que Clarke finaliza su película resulta sin duda aterrador. Y es que la violencia se eleva como esa fruta deseada por todos aquellos que la muerden una vez.
The Firm se eleva por tanto como un poderoso estudio del nacimiento y permanencia de la violencia en una sociedad sustentada sobre estos mimbres. Retorcida, poderosa, sólida, sublime y tremendamente demoledora, también no apta para todos los estómagos puesto que Clarke tiznó algunas secuencias con salpicaduras de sangre y explosiones de violencia extrema tanto en primer plano como en otros más secundarios (como en alguna escena hogareña que retrata situaciones realmente perturbadoras). No puedo dejar de reseñar el papelón de un jovencísimo Gary Oldman que lleva la batuta del film con galones de prima donna. Oldman está desatadísimo componiendo uno de esos roles repulsivos y maníacos que le encajan como anillo al dedo dominando la pantalla en todo momento con un protagonismo absoluto y fascinante. Suyas son las mejores y más inolvidables secuencias surgidas del film y por tanto es de mérito destacar su relevancia, junto a esa steadicam que no para en ningún momento embelleciendo e impregnando de frenesí y arrebato una obra que en sus delirios de violencia y sus pecados de exceso vence el reto arribando a las cotas de obra maestra imperecedera.
Todo modo de amor al cine.