El principal problema de The Feast es su morosidad. O dicho de otro modo, su confusión entre lo que significa construir algo (una atmósfera, unos personajes) enigmático o bien caer, como es el caso, en algo absolutamente tedioso. ¿El peligro? Que lo que puede parecer en principio interesante acabe por generar una desconexión absoluta mientras se espera que el clímax, si es que este llega, aporte algo de emoción. Curiosamente este es un fenómeno que el film de Lee Haven Jones comparte con Hunter, Hunter, otro de los films proyectados en la edición actual del Sitges Film Festival. Pero mientras esta última consigue levantar el tono mediante una brutalidad ilimitada, The Feast opta por algo más conceptual. ¿Salvaje a su manera? Sí. ¿Satisfactorio? En cierto modo.
Y es que, aunque sin duda, su desenlace es lo mejor de la película, también representa una recompensa tirando a escasa ante la dosis de paciencia y buena voluntad que hay que poner para entrar en la dinámica de su desarrollo. Y eso que la idea no es precisamente original ni tampoco lo son unos personajes arquetípicos hasta el cliché, por más sutilezas zancochas que se les quiera poner. Y es que en este retrato de familia ambiciosa y, a su manera, desestructurada, están todos los tópicos: desde el padre depredador en lo social, lo económico y lo sexual hasta la madre abnegada que ha renegado de un pasado de pobreza, pasando por los hermanos tolili en cuanto a aspecto pero que esconden su dosis de oscuridad pertinente.
Lo malo de este despliegue de matices no es tanto que en realidad parecen filtros de Instagram cinematográfico con el propósito fallido de ocultar esquematismos, sino que tampoco se entiende tanta búsqueda de complejidad para acabar con un mensaje tan obvio como el del capitalismo destructor, tanto de familias como de recursos naturales y de cómo la naturaleza se acaba vengando de tanta amenaza gratuita. Quizás, en lo positivo, esto se viste en forma de leyenda local, invocando a espíritus materializados físicamente y cuya venganza acaba oscilando entre lo mental y lo físico en modos ciertamente imaginativos y sangrientos .
Tampoco hay que desmerecer aquello de la bonita fotografía, pero fuera de bromas, ciertamente Haven Jones, sabe ejecutar con precisión y detalle la puesta en escena. Hay un gusto exquisito por el detalle íntimo y por saber conjugar, en el plano general, la belleza del paraje como lo inhóspito de una amenaza latente, casi palpable pero indetectable en primera instancia. Lamentablemente todo ello es como hablar de una fotografía comentando la belleza de su marco.
Es por ello que The Feast, aún teniendo algunas virtudes, resulta tremendamente fallida en su intento por crear un ecoterror que combine angustia atmosférica con visceralidad activista. No es que se quede en tierra de nadie, es que directamente, como ya hemos comentado, nunca llega a completar su finalidad adjetiva. Lo angustioso se convierte en bostezable y lo visceral en Garridismo de intenciones por más sangre que se vuelque en el medio para el fin.