La evocación de épocas pretéritas para llegar a la construcción de un cine repleto de referentes se ha transformado ya en una de las características de la obra de Peter Strickland, quien después de debutar con la notable y desconocida Katalin Varga, se daría a conocer con una cinta tan interesante como Berberian Sound Studio, que si bien le iniciaba ya ese territorio donde asimilar referencias puede resultar un ejercicio de lo más sugestivo, quizá pecaba de no certificar las expectativas creadas en un último acto (paradójicamente) germinal. Lejos de desvirtuar un cine cuyos atributos poseen una personalidad arrebatadora, esa referencialidad media al complementar un universo rico en matices y lecturas. Así, donde otros encuentran en el hecho de digerir y articular un discurso en torno a sus referentes el mayor de los escollos, Strickland los comprende como un todo a través del que enarbolar relatos donde la incidencia tanto de lo visual como de esa mirada ajena sean, en cierto modo, los precursores de un tono cambiante dentro de su filmografía. Un tono que siempre ha sabido modelar y adaptar al relato en cuestión, aunque siempre haya sido sumergiéndose —presa de esas referencias— o bordeando al menos el cine de género.
En The Duke of Burgundy, el cineasta presenta un universo femenino poblado (y dominado) por mujeres cuya incidencia, por menor que parezca, siempre termina capitalizando un panorama compartido por dos de ellas, una entomóloga y la criada que acude a realizar tareas del hogar a su casa. Strickland pronto advierte que esa relación no es ni mucho menos común: el tramo inicial, donde la sumisión de Evelyn dibuja un contexto de lo más particular alimentado en base a taxativas órdenes y un comportamiento férreo —esculpido en el rostro de Sidse Babett Knudsen—, se verá contrapuesto a un jugueteo cómplice en el que los roles cambiarán dando paso a una actitud cada vez más irrefrenable y ciertamente caprichosa por parte de Evelyn —a la que da vida una Chiara d’Anna que, si ya era el auténtico descubrimiento del anterior trabajo de Strickland, aquí borda su personaje dotándolo de una extraordinaria sensualidad—. Es así como construye el británico un film dominado por sugerentes texturas y vaporosas atmósferas, donde si bien esa relación se erige como eje central, no es establecida como si de una fantasía se tratara y ejerce como metáfora de un vínculo que explotará todas sus posibilidades en base a esa dominancia/sumisión y a una repetición dirigida de forma inexorable hacia un acertado plano final.
Strickland arma de este modo un universo sutil y lóbrego —siempre en contraste con esa fabulosa banda sonora de Cat’s Eyes— dominado por un aspecto, el psicológico, que se antepone a lo sexual dando paso a un erotismo parapetado en sí mismo, como si las paredes de esa casa fuesen impenetrables guardianes. Negando en esencia lo que el espectador podría esperar en un relato como el fijado de partida, es como consigue llevarlo el cineasta a un plano sometido por las emociones. En el fondo, ese vínculo no se puede definir como tal más que en la superficie, ya que sus intenciones equidistan bastante del simple hecho de forjar un lazo a través del cual desvelar un romance. Nada más lejos de la realidad, The Duke of Burgundy no atiende ni razona ante géneros, y es que si bien es cierto que hallamos pinceladas que nos llevan desde el fantástico más «soft» a un erótico que contrasta a la perfección con las necesidades del film, este se comporta como una pieza libre donde la disciplina a la que pertenecer es lo de menos. Si decíamos que Strickland era capaz de sortear con madurez y sobriedad los inevitables referentes a los que se sostiene esta The Duke of Burgundy, se podría decir lo mismo de un carácter genérico que sólo atiende a sensaciones, emociones y, en última instancia, la más extraña de las pasiones que puedan surcar el alma.
Larga vida a la nueva carne.