Entre Terence Davis y servidor siempre ha existido una fastidiosa barrera, consistente en la frialdad despiadada de su lenguaje. No alcanzo a recordar si me inicié en su obra con Voces distantes o con La casa de la alegría, pero poco importa: a ambas las regía esa misma mano férrea y precisa, obsesionada por congelar cualquier tipo de emoción humana en un rictus de grisáceo, seco distanciamiento, como si quisiera huir de los peligros del melodrama más canónico y sentimental para refugiarse en una suerte de aspereza estética y narrativa, profundamente cerebral pese a sondear asuntos del corazón. Y no es que mi intención sea simplificar su cine limitándolo a los conflictos del sentimiento humano, soy consciente de que el contexto social (con todo lo que ello implica), así como la memoria y el paso del tiempo, son vectores que siempre han guiado su cine, pero el fondo de la cuestión, al menos en tanto mi percepción como espectador, es que una irritante y pretenciosa frigidez se ha apoderado siempre de las imágenes que lo constituían, incluso cuando estas intentaban materializar o iluminar algún tipo de interioridad humana particularmente sensible.
Lo que me ha sucedido ahora con The Deep Blue Sea no llega a ser un renuncio, pero sí supone un pequeño punto de inflexión en mi visión general de su obra. Siendo meridianamente claro que Terence Davies sigue siendo Terence Davies, esto es, un cineasta dueño de un discurso y una sensibilidad absolutamente personales y reconocibles, sí he percibido (creo que por primera vez) que, tras sus personajes, había una cámara verdaderamente empática intentando reflejar y transmitir sus emociones, con un inevitable punto de pudor y distancia, por supuesto, pero sin ese miedo a experimentar tan sólo un mínimo de calor humano que parecían exudar las obras previas del director. En su refinamiento que se gesta tanto en una esmeradísima dirección de fotografía como en una suavidad de movimientos casi balsámica (deudora, o eso parece, del Huston de Los muertos), se vislumbra la evolución, o tal vez cabría hablar de “esencialización”, de un lenguaje que antes parecía sumido en la negrura, en la asfixia, en una especie de pulso agarrotado que inspiraba impotencia y pereza.
En The Deep Blue Sea todo resplandece con una tristeza funeraria, pero sus imágenes están vivas, saben comunicar emociones. La precisión de la puesta en escena, la sabiduría que se adivina en la forma en que compone cada plano, adquieren realce a través de una iluminación capacitada tanto para explorar los aspectos más claustrofóbicos del relato (no faltan, como en todo el cine de Davies, esas habitaciones deprimentes, descoloridas, nidos de suicidas y depresivos) como los más luminosos y vitalistas. En el desenlace —que no desvelaremos—, el personaje de Rachel Weisz se acerca a la ventana, abre las cortinas y sonríe a la luz del sol. Un momento insólitamente positivo en la obra de Davies (más aún al saber el momento dramático en el que se enmarca), que bien podría ser lo más optimista que ha rodado nunca si no fuera porque dicha escena culmina, mediante un levísimo y fantasmal movimiento de cámara, a los pies de una casa en ruinas. La misma casa en la que da comienzo la película, entre sombras y luces misteriosas, en un invertido (detalle significativo) pero idéntico movimiento de cámara; siendo, a un tiempo, principio y final de todas las cosas. En cierto modo, la película ejemplifica con ello un viaje simbólico hacia la esperanza, incluso contradiciendo de alguna manera las propias circunstancias dramáticas que conforman el cuerpo narrativo de la película. Pasamos, pues, de la desesperación nacida de un conflicto entre la razón y el corazón, a una especie de dolorosa liberación, que en el fondo es feliz porque implica la desaparición del conflicto y la posibilidad de un nuevo comienzo.
Volviendo a esa casa que abre y cierra la película, iba a escribir que una casa en ruinas son muchas cosas, pero en realidad todas se podrían resumir en una: un hombre viejo que recuerda. La memoria es la fuente creativa de la que mana el cine del británico. En The Deep Blue Sea vuelven a filtrarse retazos de memoria, con una tristeza contagiosa e inevitable, pero sin llegar a los niveles de honestidad autobiográfica de Voces distantes. Ahí están los bares y las canciones, la inseguridad y la miseria ahogándose en pintas y camaradería masculina. Están las calles lluviosas y el recuerdo de la guerra, que un ‹flashback› lleno de poesía trae a colación en un travelling mágico y tenebroso. Está, por encima de todo, esa moral reaccionaria y castrante, que cercena cualquier posibilidad de felicidad. Está, en fin, la mirada de un Davies que rastrea en la historia de un amor imposible ecos de la Inglaterra en la que se crió, de su familia, de sus años perdidos. Y, si bien encontré en su momento algo fácil y autoindulgente su exploración del pasado en el celebrado documental Of Time and the City, aquí los pequeños detalles históricos y ambientales consiguen integrarse en la historia de un modo eficaz y enriquecedor, ayudando a definir psicológicamente a los personajes.
No obstante lo dicho, conviene apuntar también algunas flaquezas. Habiendo concluido que esta es una película sensible, elegante, cálida (aun cuando aparente frialdad) y perceptiva y aguda en lo emocional, no deja de adolecer de una riqueza psicológica que quizás brillaba más en otros títulos anteriores del director (verbigracia, La casa de la alegría, pese a parecerme una película inferior). The Deep Blue Sea se esfuerza en preservar cierto misterio y opacidad en la naturaleza de sus personajes, particularmente en el que interpreta tan extraordinariamente Rachel Weisz, pero aún así permanece en el espectador la sensación de que todo nos conquista más por lo que bulle en la superficie que por lo que yace enterrado en ese profundo mar al que alude el título (y que es, fundamentalmente, dolor y resignación). La temperatura pasional de la historia no se sustenta precisamente en unos diálogos inolvidables, y ni siquiera los personajes dibujados son los más interesantes y complejos que hayamos visto en una película romántica, pero la entrega de los actores y la sensibilidad de Davies consiguen que esto no nos importe demasiado.
Sentimientos de renuncia, de dolor, de deseo, son pintados con mucha delicadeza y se sobreponen al desarrollo pausado y algo moroso del relato, quizás demasiado simple y directo en su recorrido como para perdurar en la memoria. En cualquier caso, la película se erige sobre un entramado visual tan cuidado y exquisito (el último tramo, en su atención al detalle y su juego de miradas, posee una fuerza emocional tan contenida como sublime), que es fácil perdonarle no haber sabido/querido ilustrar mayores complejidades humanas, especialmente porque ahora —al menos para quien esto escribe— Davies ha logrado transformar la espartana e intelectualizada plasmación de su estilo en un lenguaje expresivo igual de pulcro y distinguido, pero un poco más flexible y cercano en su ilustración de los sentimientos, dominando con poderío el idioma de los objetos, de los gestos, de las luces y de las sombras, de las palabras que se dicen y de las que se callan. Sabiendo hacer llegar al espectador el rumor sordo y terrible que late en el fondo del mar.