Construir una historia sobre un tema al que tantas veces se ha acudido en el cine desde sus albores y salir airoso es complicado. El género bélico cuenta con un gran número de películas, verdaderas obras maestras, muy distintos planteamientos, épocas y visiones. Otras para olvidar. Seguir ahondando en él puede hacerte caminar por un débil hilo susceptible de romperse con facilidad. Una frontera que oscila entre la implacable caída o el éxito rotundo. Minervini lo reflota, demuestra que aún quedan resquicios por los que filtrarse, espacios no explorados totalmente a los que asirse y que despierten interés. Apuesta por un producto nada comercial, al que le achacarán la inacción y la ausencia de épica habitual.
El director siente predilección en sus anteriores documentales por las minorías, ya sea con la comunidad ultracristiana en Stop the Pounding Heart (2013) o los olvidados en The Other Side (2015). Los paisajes de esas dos o en la ‹road movie› The Passage (2011) siempre están presentes, desde los más bellos a los más urbanos y desoladores. Su tratamiento del documental es diferente, la forma de desenvolverse de sus personajes orbita entre un realismo muy conseguido y un fingimiento bastante creíble. Algo o mucho de eso encontramos en esta última. Presentada en Un certain regard del último Festival de Cannes, lo que desprende es que no es otra película de guerra más. La atraviesan más géneros, se acerca al western por la presencia de paisajes fronterizos, la sensación de amenaza tras las montañas o la vulnerabilidad de los espacios abiertos y áridos en plena Guerra de Secesión de EE.UU. en 1862. Tiene aire documental a pesar de que después de desarrollarse en ese género tantos años el director italiano, se embarque en la ficción. La sobrevuela lo existencial, hallamos una hibridación por la especial forma de expresarse de esos soldados del norte que no parecen actuar y que, cuando lo hacen, la cámara parece invisible en sus conversaciones. Hay una descripción de su vida entre un naturalismo y realismo excelente. Aunque luego el ojo de la cámara tome mucho protagonismo en el seguimiento dorsal que hace a cada uno en sus movimientos por el bosque o a caballo.
Existe un cierto anacronismo en sus palabras, no son las que esperaríamos en unos hombres enfrascados en una campaña de exploración voluntaria de tierras del oeste desconocidas. No hallamos énfasis, ni patriotismo, sino cotidianeidad. Y ahí radica la extrañeza de la naturaleza de la película, pareciendo atemporal en algunas escenas, suspendida en un limbo de difícil contextualización. Esa vocación por rodar los tiempos muertos de la convivencia del grupo militar errante hacia un destino incierto. Detenerse en cómo construyen el campamento al llegar la noche, cómo juegan al ‹baseball›, a las cartas, se lavan, se aburren o toman café en pacífica armonía. Todo lo contrario a una película bélica, ya que el foco de atención se centra en los descartes, en el estatismo del paso de las horas del día. Elementos de los que se extraen, sin embargo, momentos muy interesantes. Un relato con ritmo lento, casi a tiempo real y que trasmite muy bien lo que significa la espera, la lenta ansiedad por la chispa de cualquier ataque de sureños que rompa esa aparente armonía.
El abrazo irreductible y veraz entre dos jóvenes hermanos ante su separación, el beso a un caballo, ponerle una manta para que no muera de frío. Desmoronarse ante los otros, miradas de amistad y solidaridad; palabras íntimas entre soldados, dudas, pérdida de la fe, nihilismo después de años de decepción y vacío, pueblan de sensibilidad y humanidad a estos personajes. Pero el acierto de Minervini es no caer en la sensiblería, la heroicidad sublimada, la gloria, el honor, ni la muerte excesivamente trágica. Todo transcurre de forma pausada, se aprecia la latencia del peligro desde ese arranque con unos lobos despeluchando y devorando sin prisa un cervatillo. La atmósfera de un fuera de campo amenazante inunda todo el metraje.
Enemigo abstracto que, cuando ataca, no conoces su identidad, pero sí sus daños en la emboscada que genera la única escena dinámica de la película y que la cámara en mano nos adentra en su angustia y sus bajas.
Cine afín al de Lisandro Alonso con la extrañeza y estética de Jauja. A la genial capacidad de John Ford de hacer físico el miedo a lo invisible y en fuera de campo. Hasta con la incertidumbre y la espera en la implacable nieve de Larisa Shepitko. Soldados atrapados en una guerra que cada vez les es más ajena, de la que se distancian reflexionando cada uno por el motivo del alistamiento, qué es lo importante en la existencia, aferrarse a la religión, despotricar de ella. Sobrevivir, en definitiva. Todo se reduce a lo esencial, a conservar la vida ante el abandono de superiores, a un compromiso con el ejército con las costuras cada vez más débiles. Consciencia del fin inminente en territorios hostiles, sin familia, sin futuro, yermos, fríos.
Minervini y su equipo técnico aportan un sentido fabuloso de plasmación plástica de la devastación. Puesta en escena con paisajes bellos e inquietantes a la vez alumbrados por una luz asombrosa, acompañados por sonidos de aullidos de lobos que auguran lo peor o una inquietante música nada invasiva, pero sí presente rompiendo la armonía. Planos heladores, reveladores sin estridencias de los estragos de la batalla, del desamparo y desprotección. Del final o la agónica espera de él. El malditismo y desolación de esos soldados hecho imagen. Condenados a un destino escrito por otros que los abandonaron a su suerte.
Profesora de Secundaria. Cinéfila.
“El cine es el motor de emoción y pensamiento”