Un hombre en construcción.
Brady Corbet se ha dejado influenciar por la megalomanía de un creador y ha reflejado esa sensación de grandeza y de poder que lucha contra todo tipo de límites para ver su obra florecer. The Brutalist para Corbet ha debido ser como esa primera construcción en los USA para su protagonista, László Toth: una idealización de la estructura que se cimenta en la constante lucha por ver asomar un rayo de luz.
Adrien Brody ha sabido mutar a la perfección en el papel propuesto: el del hombre que siempre tendrá la sensación de ser un recién llegado y de no conocer ya una tierra como propia. No es fácil dejar de lado la imagen que tenemos del actor en El pianista, aunque aquí la deconstrucción del hombre viva de otras complejidades, pero es cierto que ha hecho del genio de la arquitectura que busca aferrarse (por necesidad) al sueño americano un hito marmóreo que admirar. Corbet, desde la atalaya del norteamericano, ha visto la oportunidad de escupir sobre el idealismo de la tierra prometida, además en un momento en el que el discurso de Donald Trump sobre la migración toma protagonismo, decidido a recalcar ese muro contra el que chocan todos los extranjeros que llegan allí, donde no son bienvenidos, donde nunca podrán disfrutar plenamente de la “gloria” de ser uno de los nuestros —o lo que sea que prodiguen los yanquis elitistas—.
El brutalismo llega con el cemento armado y las estructuras oclusivas. Toth huye de Austria con la simple intención de seguir vivo, ya no con la conciliadora idea de conseguir una vida mejor, simplemente con la de subsistir. Una música poderosa y abrumadora, casi diría solemne, acompaña en todo momento la película, en cambio la Estatua de la Libertad, ese símbolo de paz para el visitante, asoma pequeña, recluida y luminosa a la llegada de un barco lleno de inmigrantes. No necesita la grandiosidad visual para situarnos en un espacio, en un contexto, y será esta la intención continua de Corbet al centrarse en lo gigante a mínima escala; no importa que sea una cara, un espacio o un paisaje si puede ocupar la pantalla de un modo que sugiera un estado tan abrumador como la música que lo acompaña. La película no descansa y necesita hilar constantemente los hechos que sitúan a su protagonista en distintas épocas, lugares y estados de ánimo. Toth lo es todo y en ningún momento, pese a que la cámara mire a otras personas, podemos ningunear su existencia. Hay personajes recurrentes y pasajeros que influyen en la vida del artista, pero todos remiten a la respuesta que él podrá generar durante su larga o corta estancia juntos.
El brutalismo es hijo de una respuesta. Toth habla de sus estudios en la Bauhaus y Corbet decide compaginar ese estilo limpio y práctico que creó la escuela con las inquietudes ambiciosas del norteamericano de clase alta, aquí representados por Harrison Lee Van Buren —un Guy Pearce moldeado con ligeras mechas en el pelo, un bigote y un traje impoluto— y su familia. Nace así una lucha constante entre las capacidades germanas y el desarrollo ‹made in USA› ya no solo a nivel narrativo, sino también estético. La forma en que trata de vincularnos a los espacios, de retratar cada estado del relato de un modo diferente según desee resaltar el momento y lo que se va a crear en el futuro, es en cierto modo hipnótica. Una constante lucha de egos, de personas incompletas que manejan sus carencias frente a la ostentosidad de una obra sin precedentes, que van a reflejar ya sea en el nombre o en la estructura el significado de sus vidas en un único edificio, con implicaciones tan dispares y dilatadas que nos dan permiso para admirar al autor y a la materia prima, a la colina desnuda y al cemento inaccesible. Pero por encima de todo, a la luz que traspasa a estos hombres.
Intermedio. Con la obsesión de admirar otra época, desmenuzarla y reconstruirla para el ojo actual, Brady Corbet se permite dividir en etapas su película, como si el espectador necesitase de la pausa para interpretar a László Toth, para digerirlo como es debido, para asumir sus cambios. Son muy diferentes los apartados en que divide el film y por tanto no los afronta con la misma energía, pero sí es de valorar la imagen que acompaña a la estructura. En cómputo, se podría pensar en The Brutalist como el retorno de un tipo de cine concreto, es fácil escuchar frases tipo “ya no se hace cine así”, algo que suena banal porque el fondo del film es universal, atemporal si se me permite, una historia que se repite continuamente, pero esta mirada hacia una época clave no influye radicalmente en sus semejanzas con el clásico. Referencias hay miles, toda comparación podría resultar válida en una película tan extensa de un autor todavía joven, pero está claro que sabe combinar sus inquietudes más allá de lo purista, férreo, académico. Hay un momento en el viaje a Italia que desde la distancia de la cámara y la iluminación obtenida nos puede transportar a Irreversible (2002) de Gaspar Noé, incluso la construcción acelerada en la que decide evolucionar el paso del tiempo del gran proyecto de Toth me transporta a la trilogía Qatsi que inició Godfrey Reggio en los ochenta con Koyaanisqatsi (1982); en cambio, un primer plano de unas vías de tren que crecen y disminuyen al pasar sobre ellas se ha quedado clavado en mis retinas. Pequeñas pinceladas en una obra extensa, voluminosa pero no tan pesada como cabría esperar, donde la visión de Corbet empatiza más con el delirio de construir un monstruo que represente algo concreto para su autor que con la intención de formar parte de la Historia del cine.
Grietas en el encofrado. El paso del tiempo hace mella hasta en el edificio más robusto y no es de extrañar que finalmente The Brutalist sea imperfecta, lo cual es un alivio, nunca estamos preparados del todo para abrazar una obra maestra. Es fácil empatizar más con algunas partes que con otras, depende de los intereses que genere la historia o la emotividad que estés dispuesta a recibir de sus personajes, pero aquí hay un cierto apego final por la sobreexplicación que impide que esa narración en la que ha amontonado capas y capas de experiencias y salidas de tono por parte de su protagonista tengan voz propia. Me niego a opinar sobre el momento exacto en que una película debe acabar, pero la conclusión iba a ser idéntica sin formular unas palabras exactas que lo explicasen todo. Estas grietas no impiden tapar la obsesiva interpretación de la luz que el director reinventa a través del imaginario de Toth, que nos lleva a pensar en el film como una colección exclusiva de momentos brillantes que conectan con habilidad y dan pie a pensarlos, paladearlos, en ocasiones incluso rechazarlos, para darnos cuenta que sí, este relato era necesario. Puedes vivir con plenitud el humanismo de su protagonista o quedar vencida ante sus aspiraciones constructivas (yo opto por esta opción) pero lo que es más difícil es mostrarnos indiferentes ante las virtudes y defectos de The Brutalist.