La yakuza continúa siendo un reducto indispensable al que volver desde tierras niponas. Incluso Takeshi Kitano, que parecía de vuelta de todo tras aquella trilogía de tintes autobiográficos que transitaba entre el absurdo y la personal visión del cineasta acerca del mundo del arte, se ponía de nuevo en manos de tal género, reformulando la incansable virtud de un terreno que continúa sin agotarse. Lejos de afrontar tal panorama desde la búsqueda de nuevas sendas, Kazuya Shiraishi decide transitar vías conocidas en lo que se propone como un ejercicio de género cuyo cometido no es evocar etapas pasadas, sino más bien asimilar esos rasgos para proponer un thriller criminal de corte marcadamente clásico. Ello queda resuelto en The Blood of Wolves mediante una estética un tanto feísta que huye del cada vez más acentuado estilismo del thriller contemporáneo, refrendándose además en coreografías que supuran suciedad y cierto aire rústico, y se impregnan al tejido y formas de un film que queda cimentado precisamente en el carácter del universo que retrata.
Pronto se transforma The Blood of Wolves en uno de esos hervideros de nombres y datos tan a la manera nipona de relatar guerras entre clanes yakuza y las implicaciones que tendrán para sus personajes. En mitad de esa vorágine, sobresale el nombre de Shogo Ogami, un veterano detective —a priori— corrupto que pacta con las mafias y que verá, de repente, su posición cuestionada por un joven aprendiz que será enviado con la misión de investigar los enlaces del protagonista. Shiraishi traza en la mirada de Ogami la visión desencantada de un mundo que protege como mejor conoce, y que irá siendo desentrañada mediante la relación con ese nuevo compañero. Es así como se forja un lazo prácticamente paterno-filial que será explorado en el contexto que el protagonista debe controlar, y que irá aportando matices al vínculo entre ambos. De la desaprobación obtenida en un principio por las tácticas empleadas, Shuichi Hioka, el joven detective, establecerá una percepción distinta al descubrir un microcosmos en el que no sólo vale la supervivencia o incluso el cumplimiento del deber, pues las consecuencias de los actos propios siempre pueden desencadenar algo mucho mayor; algo que se terminará revelando en la figura de Ogami, otorgando así un sentido específico al modo de intervenir de ese gran anti-héroe compuesto por Kôji Yakusho —habrá quien le recuerde por films como El mundo de Kanako o la más reciente El tercer asesinato—.
Kazuya Shiraishi nos sumerge en un ambiente recreado con acierto que además confiere personalidad tanto al film como a unos propios escenarios que se alzan como parte indispensable del mismo. The Blood of Wolves resulta, por momentos, un estimulante ejercicio, la perspectiva distinta —pero asumida— a un género que requiere aproximaciones como la que nos ocupa, por más que no dejen de posar su mirada en el pasado; porque lo que al fin y al cabo concibe el cineasta, no es sino un modo en el que comprender las nuevas perspectivas que van anidando en el cine yakuza. Es posible, pues, que no nos encontremos ante un título que vaya a suponer una referencia inmediata —ni, probablemente, futura—, pero sin duda captura en la bruteza, carencia de reparos e integridad con que conjugar en ese universo la más directa de las asociaciones. Hecho que, al fin y al cabo, contrasta a la perfección con la marcada dualidad de unos personajes que saben exactamente cuál es el entorno que manejan, y hallan en un enfoque tan primitivo como razonable la mejor de las respuestas.
Larga vida a la nueva carne.