Pocos dudan a día de hoy que Yasuzo Masumura fue uno de los mejores cerebros de la historia del séptimo arte japonés. Su aportación, divergente y occidental, resultó clave para regenerar al cine oriental allá por los revolucionarios años sesenta. Su moderna mirada —siempre acompañada de una puesta en escena elegante, atrevida y explícita— supo combinar los mejores ingredientes del cine occidental —fundamentalmente americano a diferencia de otros colegas coetáneos de la nueva ola japonesa que apostaron por referencias más afrancesadas— con cierta esencia subliminal procedente del mentor y maestro de Masumura, un Kenji Mizoguchi con quien el autor de Kisses dio sus primeros pasos en el universo cinematográfico.
Masumura fue un autor que supo introducir en su filmografía algunas de las preocupaciones que acompañaron su deambular por los torcidos terrenos de la creación audiovisual. Quizás la temática más representativa del cine de Masumura sea la poética de la obsesión. Así, los personajes creados por este sensei emergen como almas contaminadas por su propia ofuscación, ya sea esta amorosa, sexual, o capitalista plasmada esta última en la ambición de poder y ascenso social que contamina a los perfiles protagonistas así como por su deseo de ejercer sus déspotas instintos con objeto de controlar a sus ingenuos compañeros de viaje.
Pero además de este arquetipo principal, en las películas de Masumura asoman asimismo otros vicios y perversidades que serán empleadas para retratar el fondo negro y codicioso inherente a la condición humana. Así la depravación, el sentido inhumano de un ser humano habitante de unas desalmadas ciudades carentes de todo símbolo de solidaridad y bondad, el vergonzoso culto al dinero y al éxito a cualquier precio, las traiciones desatadas en medio de unas relaciones conectadas por un hilo frágil y por tanto fácilmente rompible así como toda una gama de degeneraciones y amoralidades que radiografían la corrupción e imperfecciones existentes en una sociedad japonesa contaminada por la influencia capitalista, aparecen como los dogmas seguidos por el maestro para hilvanar unas epopeyas visionarias que no han perdido un ápice de vigencia pasados cincuenta años desde su producción.
The Black Test Car aparece como una obra madura de un Masumura que un año antes había cosechado un enorme éxito de crítica y público con la esencial A Wife Confesses, sin duda una de las cintas imprescindibles del autor de Red Angel. En la misma línea que su predecesora, cinta que partía de una trama muy ligada al cine negro clásico americano, The Black Test Car constituye una nueva deformación de los paradigmas del noir americano, en este caso trasladando el hilo argumental en los complejos laberintos ligados al oscuro ejercicio de espionaje industrial llevado a cabo por dos empresas competidoras del sector automovilístico inmersas en la novedosa producción de un nuevo modelo deportivo que pretende hacer explotar el mercado de ventas.
De este modo Masumura cederá el protagonismo del film a un personaje muy desagradable: el ingeniero jefe de la Tiger, el doctor Toru Onoda, un ambicioso y megalómano ejecutivo obsesionado con la puesta en funcionamiento de su diseño; un coche deportivo denominado Pioneer que como su propio nombre indica pretende convertirse en un prototipo pionero en el mercado ante la ausencia de esta gama de vehículo en virtud del éxito mostrado por los coches familiares. Por consiguiente Onoda se mostrará convencido que ante los nuevos vientos que soplan en Japón, la gama familiar será desplazada por el deseo de lujo y velocidad que emerge en una juventud japonesa deseosa de probar nuevas emociones.
Así a pesar de las pruebas fallidas y de las reticencias de los jefes de venta y producción acerca del éxito de la empresa, Onoda conseguirá convencer a los directivos y al presidente de la Tiger —un veterano magnate que se halla infectado de una mortífera enfermedad que le mantiene postrado en la cama de un hospital— para iniciar la producción del modelo, siendo un punto esencial para garantizar el éxito guardar el secreto del plan a la competidora Compañía Yamato, casa que tratará de descifrar los enigmas que rodean al Pioneer introduciendo un espía a su servicio en el Consejo de Administración de la Tiger.
Partiendo de esta aparentemente sencilla premisa argumental, Masumura moldeó una terrible parábola que describirá con todo tipo de detalles la perversidad, crueldad y amoralidad existente en una sociedad nipona absolutamente alienada por el ejercicio del capitalismo más salvaje. Porque la esencia que brota del film no será la simple exposición de las traiciones, deslealtades, intrigas, deserciones y cuchilladas que se desplegarán a lo largo del desarrollo de la trama. Vilezas puestas de manifiesto con el propósito de sonsacar información para hundir el lanzamiento del producto diseñado por el rival. No. Esa no es la verdadera inquietud de un Masumura convertido en una especie de narrador omnisciente que no deja nada en el tintero.
Porque la verdadera pretensión de Masumura no es otra que la de fotografiar los bajos instintos que alberga la condición humana, esa textura que nos individualiza y nos distingue del resto de especies del reino animal. Y lo consigue sin tomar partido ni contaminar con su visión personal la mirada del espectador. En este sentido, a pesar que Masumura se aventura en centrar la narración en describir los miedos, estrategias, victorias y derrotas ligadas al equipo dirigido por Onoda en la Tiger, el perfil carente de escrúpulos presente en dicho personal —concentrado en esas pérfidas órdenes del ingeniero Onoda así como las de su ayudante y mano derecha Yutaka Asahina (Jirô Tamiya) quien incluso no dudará en prostituir a su novia para lograr información relevante de la empresa rival con el único fin de vencer la auto destructiva guerra inmersa— impedirá que de la historia surja una estampa noble y honesta capaz de despertar las simpatías del espectador.
Y es que The Black Test Car es una de esas películas que funciona sin contar con ningún héroe, pero tampoco con ningún villano en su trama. Porque el jefe Mawatari de la Yamato —un veterano directivo antiguo héroe de guerra y que por tanto se apoya en su experiencia militar para extraer información del rival— igualmente aparecerá como un personaje que trata de alcanzar sus objetivos, por muy indignos que estos parezcan, y que por tanto no se muestra interesado en reflexionar sobre las consecuencias morales de sus actos, quizás porque si cualquiera de nosotros estuviese en su pellejo actuaría de la misma forma para sobrevivir y por tanto mantener nuestro privilegiado estatus. Mawatari y Onoda afloran como la cara de la misma moneda. La de unos directivos sumidos en la lírica del mercantilismo más rastrero e inhumano basado en el empleo del chantaje y el soborno para sacar partido de la debilidad humana.
A pesar de la presencia de ciertos esquemas que absorben la línea habitual del cine de suspense, —siendo uno de los vértices principales del film la subtrama de investigación y localización del supuesto espía existente en la cúpula directiva de la Tiger encargado de revelar los secretos más ocultos a la Yamato acerca del lanzamiento del Pioneer, un confidente que será descubierto al final de la trama resultando toda una sorpresa, hecho que denota el talento de un Masumura que sabía moverse como pez en el agua en medio de los complejos mecanismos que articulan el thriller—, The Black Test Car triunfa manifestando una solvencia demoledora merced al perfecto engranaje desplegado por Masumura articulando una poderosa y arriesgada fábula en torno a la ruindad existente en un temperamento humano contaminado por las máscaras del dinero y del éxito capitalista. Unos antifaces capaces de provocar el naufragio de nuestra especie dirigiéndola hacia un inhóspito y sórdido pozo sin fondo carente de moral y normas de conducta.
Destacar únicamente el contenido moral del film no sería justo por mi parte. Y es que The Black Test Car permite vislumbrar la soberbia narrativa de un Masumura quien dota a su obra de un ritmo vigoroso y vibrante incompatible con el silencio y los tiempos muertos. El montaje empleado por el maestro evoca a esas composiciones auspiciadas por Raoul Walsh o Michael Curtiz en sus mejores películas rodadas en la Warner Bros. La narración siempre fluye hacia adelante, sin detenerse en elucubraciones ni pretensiones de autor, no dejando pues tomar respiro al espectador en el sentido de mostrar sin sosiego las diferentes trampas y misterios que estallan en pantalla sin ningún tipo de rubor ni censura. La arquitectura escénica trazada por Masumura es sencillamente espectacular y muy influenciada por el cine negro americano de los años cuarenta. De este modo, el autor de Manji renuncia a las tomas largas y a los estáticos planos fijos, optando por una edición que es puro lenguaje cinematográfico la cual encaja con precisión de cirujano planos bruscos muy acortados temporal y especialmente, apoyándose así en la técnica del plano contra-plano para proponer diferentes perspectivas y paisajes al inquieto ojo del espectador, otorgando así a The Black Test Car un aroma asfixiante y enfermizo. Igualmente brillante resulta la elegante fotografía en blanco y negro que adorna el envoltorio formal de la película, una foto que empapa ese halo fatal y deprimente esencial para articular el propósito de Masumura a una cinta que exhala un aura visionaria capaz de iluminar las mentes más inquietas con su negra oferta de disección de la condición humana.
Todo modo de amor al cine.