El nombre The Apprentice es apropiado para un tipo de relato que ya conocemos: un personaje aprende del maestro para luego superarlo en su arte. En este caso, Donald Trump (Sebastian Stan) aprende una serie de reglas del abogado corrupto Roy Cohn (Jeremy Strong) para hacer crecer sus negocios en la democracia capitalista de los años 70. Trump supera al maestro en el arte de los negocios, como le gusta decir, que aquí no es otra cosa que una forma de relacionarse con su entorno basada en la corrupción y la manipulación. Si el título enfatiza la idea de aprendizaje es precisamente porque allí radica su lectura: el magnate y expresidente norteamericano es el resultado de una serie de valores y dinámicas que ya existían en la Nueva York de fines del siglo pasado.
The Apprentice es una propuesta sólida dados los riesgos que implica acercarse a un fenómeno político actual desde la ficción. En principio, porque la economía narrativa de Ali Abbasi y el guión de Gabriel Sherman funcionan con fluidez para construir un ‹biopic› del ascenso de Donald Trump como magnate inmobiliario. A modo cronológico, la película narra con el frenesí propio de un empresario ambicioso los acontecimientos que marcaron la carrera de Trump bajo el ala del excéntrico Roy Cohn. Vemos en escena un Trump algo distinto al personaje caricaturesco mediático para poco a poco convertirse en él. En ese sentido, la actuación de Sebastian Stan es sobresaliente y necesaria para la consolidación de la propuesta. No hay en su interpretación una caricatura propia de la imitación sino un trabajo por recuperar gestos de la persona real mientras se profundiza en el carácter del personaje.
Pero The Apprentice no es solamente un ‹biopic› de un personaje referente de todo un universo político que parece haber llegado para quedarse. Es, sobre todo, una lectura de un legado de valores y dinámicas establecidas en el siglo pasado. Reglas de juego aceptadas que hicieron de la democracia capitalista un sistema en el que la corrupción y la manipulación son mecanismos viables para que el individuo se imponga sobre lo comunitario. Es un juego de ganadores y perdedores en el que, como Trump aprende, cualquier juez en cualquier juicio puede favorecer a un millonario si se le aprieta donde más duele. Es ahí donde The Apprentice propone una lectura del presente no tanto como una novedad sino como el resultado de un aprendizaje pasado. Una de las claves de ese aprendizaje está en el sistema de las tres reglas: siempre atacar, nunca admitir más siempre negar y no aceptar derrotas pero siempre cantar victoria. Quizás con demasiada evidencia, Abbasi y Sherman postulan en boca de sus personajes estos recursos como claves del legado Cohn-Trump. Un legado que aspira a la manipulación de la información como medio preferente, en tanto que cuando la verdad y la mentira tienen el mismo valor nadie puede entrometerse con sus asuntos. El nombre The Apprentice tiene también otra dirección, un programa de televisión de nuestro siglo que fue protagonizado por Donald Trump como líder de jóvenes empresarios que buscaban crecer en su ambición. En ese sentido, la película intenta leer el presente mirando hacia el pasado y el futuro como un sistema que se reproduce.
La película varía su estética a medida que avanza por la cronología del siglo pasado, intentando representar con su fotografía y su puesta en escena la época en cuestión. La cámara también introduce recursos propios de lo documental y lo televisivo. Aunque ese procedimiento parece ser algo desorganizado en comparación con la narrativa de Abbasi, sí apunta a la naturaleza mediática del personaje: cómo conocemos su pasado y cómo entendemos su presente. Allí acaso se esboza una intención de confundir la ficción y la realidad como dos elementos aparentemente inseparables. El ‹biopic› de Trump carga con ese mismo aura: cuánto sabemos si aquello que vemos es verdad o no lo es. Sobre todo en un mundo en el que se ha trabajado para atacar, negar y ocultar.