Dividida en episodios centrados en algunos de sus personajes, que componen asimismo la narración fragmentada y coral del nuevo largometraje del cineasta taiwanés Ho Wi-ding —ganador en 2018 del premio Toronto Platform por su debut, Cities of Last Things—, en esta ocasión junto a su productor habitual, Hu Chih-hsin, Terrorizers se dispone como uno de tantos mosaicos dispuestos a ahondar en las inquietudes de esas nuevas generaciones abocadas al vacío digital y sus consecuencias en un contexto del que, sin disponer los por qués, algunas de sus causas quedan delineadas a través de un intento de homicidio acontecido en la estación principal de Taipei, a plena luz del día.
Con esa fragmentación, los cineastas no sólo revisten de un cierto interés al relato, sino además logran conectar distintos escenarios —por más que todos los personajes se terminen encontrando y convergiendo, de un modo u otro, en estos— desde los que enlazar temáticas de lo más dispares, que nos llevan de la presencia de las nuevas tecnologías —ya sea la VR o la influencia de las redes sociales— a una sexualidad en constante cuestionamiento y exploración.
Quizá con ello Terrorizers tarde en tomar cuerpo, en especial por un primer segmento no demasiado inspirado que, si bien sirve para encajar el engranaje de lo que vendrá después, se dirime en un romance sin demasiados estímulos, lejos del hecho de encontrar bifurcaciones en una narrativa que irá enlazando con distintos momentos de dicho episodio, jugando de este modo con el efecto sorpresa y las habituales capas que se suelen disponer en este tipo de crónicas fraccionadas.
Sí acierta, no obstante, la pareja de realizadores, al dibujar el carácter y, en cierto modo, motivaciones, del personaje que ensamblará y vehiculará toda esa narrativa. Presentado como un individuo que destaca por una desafección patente, ya mostrada en una de las primeras escenas del film, su retrato va más allá de la falta de humanidad que parece desplegarse de un entorno en el que impera cierto individualismo y una aspereza derivada del mismo: también se desprende una empatía (interesada, no lo vamos a negar) que muestra una ambivalencia de lo más sugerente. No se puede decir lo mismo, sin embargo, del modo en cómo el film presenta aquello que se presumen las posibles causas del acto que cometerá —y que tendrá una serie de consecuencias en el periplo de los distintos personajes—, siendo un tanto obvio y torpe el vínculo que Wi-ding y Chih-hsin encuentran en sus particulares aficiones.
Ello condiciona las veces un retrato que, pudiendo encontrar motivos mucho más sugestivos e incluso fascinantes en la psicología del personaje, opta por reflejar una deriva casi siempre condicionada por la injerencia de lo que le rodea, haciendo así que se diluya una personalidad que podría haber aportado ese punto diferencial a una obra que termina siendo un tanto insustancial en determinados aspectos, por no hablar de algunas de las trampas desarrolladas por un guión que se siente vago en exceso en más de una ocasión.
Terrorizers nunca encuentra los matices adecuados en una obra que podría desarrollar temas mucho más atrayentes —como esa idealización a través de la imagen que percibe uno de los personajes de un modo que bordea lo enfermizo—, y que desaprovecha en la faceta visual, un tanto plana —y hasta por momentos peligrosamente cerca de un aspecto televisivo que no la beneficia—, las propiedades de una obra que se dirime entre recursos reiterativos —el uso constante de esa reinterpretación del Nocturne op.9 de Chopin— y un retrato que queda más configurado desde lo puramente argumental que otra cosa, aportando elementos de interés, pero sintiéndose fallida casi en su totalidad.

Larga vida a la nueva carne.