Lejos de la cada vez más prolífica carrera a la que asistimos a día de hoy (no sólo acaba de estrenar To The Wonder en España, sino que además tiene dos films pendientes para este 2013 que, por si todo ello fuera poco, está rodando paralelamente. Ahí es nada), hubo un tiempo en el que Terrence Malick fue un cineasta no tan productivo. Durante la primera etapa de su carrera, Malas tierras y Días del cielo sorprendieron a propios y extraños definiendo un universo sensitivo donde se podían encontrar pasajes líricos incluso en las historias y situaciones más terrenales. Después de ese período etapa donde ya recogía algún que otro galardón como la Concha de Oro por Malas tierras o el premio a mejor director en Cannes por Días del cielo, llegaría un nuevo tramo donde, todo sea dicho, esos premios empezarían a crecer tanto a nivel cuantitativo como cualitativo siendo el colofón su Palma de Oro por El árbol de la vida, que tendría que esperar más de otra década para recibir, todo tras el éxito de La delgada línea roja (quizá el film que relanzó definitivamente su carrera), ganadora del Oso de Oro en Berlín, y la recepción quizá no tan entusiasta en ese sentido de El nuevo mundo.
Ante tantos galardones, es difícil escoger un film que glose las características del cine de Malick por la evolución que ha ido teniendo éste a lo largo de los años pero, si hubiese que quedarse con una de sus obras, quizá esa sería Días del cielo, tanto por la menor atención que se le suele prestar como por el hecho de aunar bajo un mismo título algunas de las virtudes centrales de su cine que hacen de este trabajo una imperdible joya que quizá se debiera tener más en cuenta cuando hablamos de la carrera del estadounidense.
Su devoción por lo visual queda ya dibujada en ella durante una primera secuencia donde se sucede un pequeño forcejeo entre el protagonista y quien parece ser su jefe: con los diálogos silenciados por el atronador sonido de los hornos donde trabaja Bill y un puñado de fotogramas, Malick se centra en las causas que parecen llevar a los tres personajes centrales (que, además de Bill, tienen en su hermana pequeña y su pareja, Abby, a los principales caracteres de la cinta) a abandonar una vida que hasta ahora no los ha sacado de una situación que se antoja insostenible por los primeros compases de Días del cielo, y que los llevará a intentar forjarse una nueva existencia en un entorno más rural, rodeados de campos de trigo en una plantación situada en Texas.
Ese entorno es aprovechado precisamente para sugerir una común del cine de Malick donde la naturaleza toma un papel más relevante de lo que parece (y que aquí cobra vida en una de las escenas de parsimonioso y personalísimo clímax), que encuentra en la excelsa fotografía de Néstor Almendros el apoyo necesario como para llevar el film al terreno que quiere, ese donde cada contraluz, encuadre o secuencia traza un lienzo hipnótico al que la sublime banda sonora de Ennio Morricone ayuda a dar vida a un relato que en su aparente sencillez logra evocar en cada pasaje uno de esos romances furtivos que no requieren besos ni palabras para desnudarse ante un espectador que encuentra en cada gesto cómplice la proximidad necesaria como para verse envuelto entre esos sentimientos.
Ante el paisaje rural se alza un omnipresente caserío de imponente estructura y ventanas casi siempre iluminadas que parecen una extensión propia del cuarto personaje que entrará en escena, el propietario de esas tierras donde Bill y Abby trabajan, que se enamorará precisamente de esta última ante una vida que parece vacía tras los paredes del inmenso caserón, invitándola a quedarse tras la recogida de la cosecha. La providencia, sin embargo, había llevado a Bill a escuchar un diálogo entre ese terrateniente y su doctor a través del cual descubre que a él sólo le queda un año de vida, por lo que convencerá a Abby para desposarse con él y así poder vivir más acomodadamente hasta la muerte del personaje interpretado por Sam Shepard.
Así, ese velado romance cobrará otra dimensión ante el cual se creará un extraño triángulo afectivo en el que las interpretaciones cobrarán mayor significado, siendo la de Brooke Adams la más acertada, que logra hacer tangible su personaje a través de esa cándida belleza y, por ende, más cercano todavía. A un lado, la torturada figura de Shepard que parece cobrar un renovado aire al lado de Brooks, y un Richard Gere que no necesita mucho más que su profunda mirada (básicamente, la principal virtud del actor) para que entendamos un personaje que, por una vez, parece medianamente creíble en manos del que sería futuro protagonista de American Gigoló, y cuya interpretación se ve reforzada por la pericia de Malick tras las cámaras, que evita por lo general planos cortos.
Otra de las principales bazas del cineasta, su voz en off, se antoja en Días del cielo mucho más narrativa que discursiva, tomando las reflexiones de Linda, la hermana pequeña de Bill, como un punto de partida que además de para describir situaciones sirve también como herramienta para ponernos sobre el papel y lograr que nos encontremos un poco más cerca de todos esos personajes que se funden con bellos paisajes agrestes donde prácticamente parecen encontrar una armonía que hace de Días del cielo una de esas experiencias únicas, ante la que difícilmente uno no puede caer rendido, y que culmina su lienzo con una de esas reflexiones sobre la esquiva naturaleza humana que quizá es la que lleve a sus protagonistas a esa conclusión donde su insólita liberación consigue empapar el marco de melancolía y emoción, algo que no muchos podrían conseguir con tan poco.
Larga vida a la nueva carne.