La primera gran tragedia de Italia se inició en espacio fronterizo, cuando Eneas, héroe fundacional romano, por designio oracular no pudo cruzar el estrecho de Mesina, el que une Sicilia con la península, y acabó arrastrado por el dios del viento hacia Cartago, en la actual Túnez. El mismo trayecto, a la inversa, es el que recorren los etíopes de Terraferma (2011). Planteado como un drama sobre la inmigración, Emanuele Crialese dispone una confrontación entre sistemas económicos y sociales y sus consecuencias. Por un lado, una tradición pesquera, habitual en su filmografía, de corte no tanto realista como costumbrista —se le cuela siempre un pintoresquismo nada molesto, estilizadísimo—, muriendo de inanición por la falta de materia prima, redes arrastrando únicamente agua, ni una sola pieza salvo latas de refresco; por otro, el ya no tan nuevo mundo del turismo, que contempla la ruta pesquera como una visita guiada y no como una jornada de trabajo, que aspira a domesticar tanto los oficios como la tierra y que genera unos nuevos códigos que se imponen a los del mar, ajenos ahora al honor y al heroísmo y a la fraternidad, aquí muy idealizados; en medio de esta colisión, el efecto secundario de una cultura de masificación: pateras atestadas de hombres y mujeres que exhalan su último aliento antes de arribar a una costa que los escupe.
Al igual que El Havre (2011) —toponimia de contacto—, probablemente la peor película de Kaurismäki por su inexplicable juego de manos optimista, en Terraferma hay un enfrentamiento con una autoridad que pasa el rodillo de las leyes universales por encima de las costumbres locales, que se hunden en la noche de los tiempos, horizonte bien trazado por los jirones que unen la narración de la película con los acontecimientos previos, la muerte de Pietro, hijo de Ernesto (Mimmo Cuticchio). El propio consejo de pescadores explicita que hasta no hacía mucho ellos determinaban las cuestiones importantes que regían la convivencia de la comunidad, por lo que recoger y cobijar a una familia inmigrante no contraviene en absoluto aquellos aspectos morales que organizaban su sociedad. La diferencia reside en el genotipo de ambos trabajos: mientras el director finlandés sigue practicando, como quien repasa punto por punto un programa, una mirada fría, a veces inexpresiva, de los acontecimientos y los personajes, manifestando en ocasiones un raquitismo que vuelve extravagantes por defecto las pretensiones de ofrecer un punto de vista despersonalizado, el ritmo de diálogo y gesto ágil de la película de Crialese permite más margen de maniobra y abarcar aquella superposición de valores. El lado contrario, invasor, está representado por el otro hijo de Pietro, Nino (Beppe Fiorello), que introduce la noción del empresario pequeñoburgués que alquila su embarcación a los turistas, su casa como hospedaje de verano y la playa como postal. Por mucho que el tono se vuelva exasperante a partir de la llegada de la patera y la consecuente sucesión de escenas melodramáticas, con música en la línea de la Gymnopédie nº1 de Erik Satie, saturación de secuencias a cámara lenta y otros recursos de manifiesto chantaje emocional, la doble lectura de una misma realidad ofrece una riqueza que la dota de una acertada ironía: que idénticas acciones son toleradas por el régimen dependiendo de las actores que las lleven a cabo. Entrar en la isla es el privilegio de los que pagan y de los que tienen un lugar al que volver; los demás no serán bienvenidos. Para salir de ella, no es lo mismo usar el pasaporte o el carné de identidad que la orden de deportación. No por muy manida deja de ser una poderosa imagen de la secularización económica que abandona sus desechos con el mismo frenesí con que acepta su fuentes de inversión.
El cine moralista de los nuevos tiempos sigue careciendo de sutileza —el caso más flagrante es el de Shame (McQueen, 2011), incluyendo dilemas de primer mundo que interesan muy poco—, y ese es su peor defecto. Ni siquiera Kaurismäki ha podido sustraerse a las comodidades del mensaje, a pesar de su silencio. El riesgo que corren no es el de seguir zumbando en el vacío, lo que siempre ha desesperado a aquellos que defienden un discurso ético, cualquiera que sea, sino convertir las imágenes de denuncia en una banalidad institucionalizada. Cuanto más se muestra una imagen de miseria, menos importa. Crialese se recrea durante más de la mitad del metraje en reproducir el desamparo de los etíopes y la ayuda desinteresada, a riesgo de perder los medios de vida, de una familia bien asentada, desdeñando un tono que no mucho antes era fresco y evocaba el olor a sal de los pueblos costeros: mostrar sin solemnizar hasta el canto de los pájaros, con naturalidad y no con naturalismo, arma infinitamente más afilada y efectiva. Esa es la victoria de, por ejemplo, Quieto, muere, resucita (Kanevski, 1989).
Esta segunda parte de Terraferma también se distancia del resto de la filmografía de Crialese. En Respiro (2002), la isla de Lampedusa servía como telón de fondo de la tensión provocada por un elemento disruptor, Grazia (Valeria Golino), mujer afectada de neurastenia, que trastoca la vida lugareña con sus cambios de humor polarizados, tanto de una alegría desaforada como de una melancolía lúgubre. La relación edípica de Grazia con Pasquale, su hijo mayor, que la observa con devoción y la adoraba en sus movimientos más íntimos, pintándole las uñas de los pies, parece un correlato de la que mantienen en la película comentada, con Filippo (Filippo Puccillo) y Giulietta (Donatella Finnocchiaro). De hecho, muchos de los personajes repiten nombre e intérprete, pero no exactamente rol: el propio Filippo, como actor —no puede decirse, por lo tanto, que sea amateur—, o Pietro, su padre difunto, que remite al marido de Grazia. Asimismo, cuando este rendía culto a su mujer, hundió en la costa una estatua de la Vírgen, que en un breve plano submarino de Terraferma aparece con una costra de algas y coral. En Nuevo mundo (Nuovomondo, 2006), que también abordaba la cuestión de la migración, pero desde el punto de vista de los que parten, exponía, con un truco fotográfico a la manera de un discreto realismo mágico, las motivaciones de sus personajes, que no abandonaban su terruño por considerarlo depauperado sino por esperar demasiado de su destino. El segundo bloque de la película también era un enfrentamiento con la realidad de su nueva patria, que, sin incurrir en dramatismos impertinentes, más bien distendida y alegremente, se mostraba estólida en su intento de clasificar a los inmigrantes y un tanto despótica en el modo en que los trataba. En ambos casos, hay una clara falta de comprensión: ejemplificada cómicamente por los dialectos en toda la obra de Crialese, siempre el siciliano, predominante, ante otros, como el veneto del policía de Respiro, ya no es una cuestión de mero aprendizaje lingüístico, sino una fricción entre formas de representar la realidad en las fronteras invisibles de los sistemas políticos. El discurso se vuelve más elevado y, como el mal del director concienciado, se toma demasiado en serio a sí mismo y a su historia.