La forja de la vida
La escena de apertura de Tengo sueños eléctricos, film presentado este año en Locarno, evidencia que una de las fórmulas más eficaces para mostrar la tensión o la saña del niño en relación a su figura paterna es grabarlos cuando están en el asiento trasero del automóvil. Los primeros minutos de esta cinta de la directora costarricense Valentina Maurel apenas contienen diálogos, pues en ningún instante se necesita la palabra hablada para describir los conflictos que se van desplegando.
Es incuestionablemente una película deudora de La ciénaga, de Lucrecia Martel, en tanto que la cineasta pone el foco en un núcleo familiar desde una cercanía casi violenta, que le permite más atención al detalle pero más restricción a que el drama pueda observarse desde fuera, desde un punto de vista externo. No lo necesita. La heroína de este film es una adolescente a punto de entrar en el mundo de los adultos, y la puesta en escena es lo suficientemente audaz como para que su evolución como personaje se integre orgánicamente con el músculo narrativo que empaqueta la película. Como se decía, el silencio es una herramienta expresiva poderosa y Maurel es consciente de ello. Los instantes en los que Eva mira a su padre destilan la misma efectividad que cuando intercambian diálogos. El personaje de padre está meticulosa y ambiguamente construido, entre lo que es un temperamento que siente debilidad por el arte y un carácter bruto y desmedido. Lo que consigue Tengo sueños eléctricos es transmitir de forma invisible el legado paterno, donde el relato cobra más fuerza y donde se hace evidente que se trata de una autobiografía, con sus correspondientes ficcionalizaciones.
Dicho legado paterno, caracterizado por la dualidad sensibilidad-arrebato, hace difícil juzgar en términos morales la circunstancia particular, pero por otro lado invita al espectador a reflexionar sobre la posibilidad de que a los jóvenes se les acostumbre a demandar un grado de madurez únicamente por la edad o por las convenciones de la sociedad. Tengo sueños eléctricos nos enseña que una persona joven puede seguir comportándose como tal durante un largo período de tiempo, pero su mentalidad y autodeterminación, en tanto que instancias en desarrollo, van por otro camino. La cineasta emplea el género del ‹coming of age› para hablar de emancipación y descubrimiento, por supuesto, pero también para marcar la diferencia en relación a esta última idea. Por momentos, Eva demuestra más raciocinio que su progenitor a la hora de tomar decisiones, lo que nos enseña que alguien que ha dejado definitivamente atrás la infancia está mucho menos polucionado por los azares y las burocracias de lo civil. Y por tanto, contar con la perspectiva del joven puede ser una solución inteligente para un entuerto en el ámbito privado. En ese sentido, coagula una gran película en Tengo sueños eléctricos, que podría llegar a serlo si se aplicara el bisturí en favor de un poco más de concisión. Sea como sea, la mirada de Valentina Maurel, vista su ópera prima, puede cobrar notoriedad en los próximos años.