Temple of the Wild Geese fue una de las últimas perlas rodadas por el maestro Yûzô Kawashima justo un año antes de su repentina muerte cuando tan solo contaba con 45 años de edad. Con una carrera meteórica y virtuosa el sensey había marcado durante los años cincuenta las pautas y dogmas que posteriormente serían abrazados por la generación que lideró la Nueva Ola del cine japonés de los sesenta (no en vano uno de sus principales exponentes, Shōhei Imamura, tenía a Kawashima como su referente y mentor). Un cine terriblemente moderno e innovador. Rompedor y rupturista de patrones clásicos. Pues el autor de Elegant Beast introdujo una serie de elementos novedosos, como por ejemplo otorgar el protagonismo de sus historias a toda una galería de personajes desequilibrados carentes de virtuosismo. Pícaros y desplazados que trataban de sobrevivir en un mundo carente de escrúpulos donde tradición y modernidad se daban la mano para seguir oprimiendo a los eslabones más débiles del engranaje social. Pero también el aterrizaje de una nueva forma de captar la realidad cinematográfica a través de planos repletos de vanguardismo. Picados imposibles que situaban la cámara en los subsuelos, primerísimos planos cargados de profundidad que parecían derretir la escena en una especie de pandemónium donde el personaje situado a la espalda del dueño de los ojos que explotaban en primera instancia observaba con temor a un interlocutor que a su vez acechaba con un profundo y escondido odio la presencia de su contrincante. Una forma de estructurar la arquitectura escénica que posteriormente fue exprimida por multitud de autores, pero que hasta la fecha muy pocos se habían atrevido a moldear.
En este sentido supone toda una delicia encontrarse con una obra como Temple of the Wild Geese que contiene todos los ingredientes que forjaron la leyenda del maestro. El relato se sustenta en la novela homónima escrita por Tsutomu Minakami que fue adaptada por Kawashima en colaboración con el legendario guionista de la nueva ola Kazuro Funabashi. Pero lejos de seguir al pie de la letra el texto de Minakami, Kawashima se apoyó en el mismo para tejer una cinta absolutamente propia centrándose en aquellos aspectos que más le interesaban hacer brotar, basando su apuesta en la construcción de un pequeño hábitat que será escenificado casi en su totalidad entre las cuatro paredes del templo zen en el que tendrá lugar el desarrollo de la historia, protagonizado por un triángulo amoroso perfectamente orquestado por Kawashima no solo desde el punto de vista introspectivo sino igualmente desde el formal, beneficiándose de su conocimiento de la geometría escénica dando rienda suelta así a su dominio de las matemáticas en lo que respecta al significado de unos encuadres pensados hasta el más mínimo detalle donde la posición de cada uno de los personajes no es para nada baladí, pues ostenta un alcance que refuerza su expresión con los propios diálogos conversados por los intérpretes.
La película no tiene ningún tipo de desperdicio aupándose como una de las mayores obras maestras del genial director japonés. Lo tiene todo. Una historia muy potente y entretenida dotada de un ritmo vibrante y frenético en el que pasarán muchas cosas en un relativo corto espacio de tiempo. La disección de un cuadro dantesco y cruel a través de la creación de un drama psicológico poderoso y sólido en el que estallarán las pasiones latentes en unos personajes oprimidos por su condición social y por su género, mostrando así las falacias de una sociedad machista que condena a sus mujeres a una prisión consentida por los convencionalismos y la tradición como si de simples trivialidades se tratara. Y es que el hecho de situar la acción en el minúsculo habitáculo de la residencia del monje protagonista que acogerá tanto a una concubina descastada como a un aprendiz de sacerdote marcado por un pasado cruel supuso una perfecta plataforma para derivar la trama hacia los vértices de una especie de sátira social en la que se manifiesta la falta de piedad existente en las clases pudientes (en este caso el clero) japonesas que absorben para su propio beneficio la miseria que condena a esos pobres de solemnidad a los que no les queda más remedio que vender su alma y su cuerpo al mejor postor para poder sobrevivir. A todo ello se une un espléndido ejercicio del suspense al más puro estilo del Alfred Hitchcock más desatado en un tramo final en el que las imágenes dialogarán por sí mismas, cultivando el silencio como forma de expresión de la angustia y la emoción, donde un simple resquebrajo de un escalón de un puente de madera pintará de tensión una sencilla procesión funeraria, homenajeando del mismo modo a Psicosis en un par de escenas de antología que deformarán el original americano para amoldarlo a la idiosincrasia oriental. Sin olvidar ese humor negro marca de la casa Kawashima que escupe esa mala baba afilada y transgresora que sabe mofarse del absurdo de ciertas situaciones cotidianas, reluciendo esas ansias de denuncia y crítica social tan presentes en la obra de este maestro.
La película arranca mostrando a un afamado pintor terminando una de sus obras maestras. Se trata del ornamento de un templo budista en el que la inspiración le ha venido en forma de un bucólico paisaje conquistado por una partida de gansos salvajes que descansan en las ramas de un cerezo esperando migrar hacia otros parajes. Una vez finalizada su creación, el artista sufrirá un colapso que acabará con su vida, no sin antes encomendar al monje propietario del templo que cobija su último encargo que tome como protegida a su amante, una pobre geisha llamada Satoko que con su muerte quedaría desamparada sin amo que la resguarde de su mísera existencia. Sin pensarlo, el pervertido Jikai (magistralmente interpretado por el camaleónico Masao Mishima), un monje que presta mayor interés por el sexo, las mujeres y el alcohol que por el cultivo del espíritu y el rezo, tomará bajo su custodia a la bella Satoko (con el rostro de la angelical y escultural musa Ayako Wakao) acogiéndola bajo su templo a pesar de que ello está prohibido por las reglas que marcan el buen ejercicio del sacerdocio budista. De este modo Satoko será tomada como una esclava sexual por Jikai, siendo obligada a mantener relaciones sexuales con este perverso, grotesco y desagradable personaje. La bella esclava percibirá la presencia de un adolescente estudiante de sacerdote que igualmente ejerce la labor de asistente de Jikai, desempeñando todo tipo de trabajos a cual más desagradable como por ejemplo vaciar el sumidero de mierda cagada por el monje, que responde al nombre de Jinen. Éste se asoma como un muchacho sumiso, obediente e introvertido que apenas suelta palabra por su boca y al que le espanta acudir a la escuela a aprender ejercicios militares, en una época convulsa previa al estallido de la guerra en Manchuria.
Si bien Satoko no entablará conversación alguna con el joven Jinen, el aire misterioso que envuelve al aprendiz unido al trato denigrante al que será sometido por su sádico amo sin oponer un ápice de resistencia (incluso éste será atado por una cuerda con el fin de controlar cada uno de sus movimientos en el templo) dará como resultado el nacimiento de una irrefrenable atracción sexual de Satoko por un Jinen que tratará de escabullirse de las insinuaciones de su compañera de residencia temeroso de que la tentación conlleve su expulsión del centro y por tanto su consiguiente indigencia, pues conoceremos que Jinen en realidad no es el hijo del carpintero de un templo budista dado en adopción a Jikai como éste cree, sino que en realidad es un huérfano que fue abandonado por su madre en un pueblo que cobija a mendigos y desplazados, siendo pues su pasado una cicatriz que avergüenza su incierto presente, y motivo del consentimiento de las vejaciones y esclavitud que soporta por parte de su patrón y maestro.
Pero una noche Jinen será incapaz de soportar la insinuación de Satoko y los dos jóvenes prisioneros en una cárcel sin barrotes pero cimentada de opresión acabarán acalorándose encendiendo ese fuego imposible de desactivar. El enamoramiento surgido entre dos almas perdidas, carentes de dinero y postradas a una vida de abandono y pobreza, impulsará a Jinen a rebelarse contra su superior, al que asesinará de un certero golpe en la cabeza aprovechando su estado de embriaguez, planificando un perfecto plan para desembarazarse del cuerpo y poder conquistar la tan ansiada libertad. Pero, ¿podrá el esclavo librarse de las férreas cadenas de la tradición en una sociedad dividida en castas?
Partiendo de esta premisa que entronca el esqueleto argumental del film con esas piezas de museo forjadas por el maestro Kenji Mizoguchi que exhibían ese calvario que golpeaba al eslabón más débil de la cadena cuando trataban de experimentar esa libertad que los convencionalismos sociales impedían profesar, Yûzô Kawashima supo construir una perla de cine de autor exenta de rigideces y prebendas, totalmente libre y renovadora, punto que igualmente liga la obra con esa nueva forma de hacer cine que se instauró en el Japón de los sesenta. Esta es por tanto una película que combina las dos partes de la rodaja. Por un lado el clasicismo de los viejos maestros que se nota en esos planos fijos que colocaban sus piezas móviles como si una partida de ajedrez se tratara, exhibiendo también la crueldad inherente a la vieja sociedad japonesa machista y retrógrada que toleraba sin ningún resquicio la esclavitud de una parte de sus miembros. Y por otro nos encontramos con esa visión reformista del cine. Ese cine liderado por una juventud que quería comerse el mundo. Plasmando las miserias de lo arcaico. Contestando con sedición las injusticias a las que se veían abocados unos jóvenes (como la pareja protagonista del film) atrapados en cárceles administradas por la fe y la vieja guardia que trataba de mantener el ‹statu quo› de las cosas ante el temor de perder sus privilegios. Construyendo una estructura cinematográfica que contaba con un ritmo narrativo más próximo al cine occidental que al oriental. No haciendo ascos a mostrar escenas de sexo, de perversión enfermiza o de exacerbada violencia. Introduciendo inquietud gracias a unos planos nerviosos e iconoclastas, utilizando para ello desde el zoom, pasando por impactantes primerísimos planos contaminados de una profundidad demoníaca y culminando con la irrigación de unas fascinantes gotas de suspense apoyadas en el uso de la imagen insertando planos subjetivos y sus consiguientes planos contraplanos para empapar de negrura la acción con la finalidad de que el público simpatice con un protagonista que trata de ocultar sus actos para huir de una prisión insufrible.
Todos estos ingredientes convierten a Temple of the Wild Geese en una obra maestra absoluta del cine japonés, así como una de las mejores piezas esculpidas por Yûzô Kawashima de ineludible visionado por parte de todo aquel que ame el séptimo arte originario del lejano oriente. Toda una delicia sabrosa, jugosa y encantadora que permite acercarse a la forma de ver el cine de uno de esos nombres que desgraciadamente partió demasiado pronto del mundo terrenal dejando huérfanos a los espectadores de esa mirada valiente, innovadora y libre de prejuicios que marcó el sendero a seguir por parte de esa nueva generación de cineastas que pusieron patas arriba el cine japonés durante los años sesenta.
Todo modo de amor al cine.