Si un realizador ha destacado en los últimos tiempos por su retrato del denominado ‹arrière-pays› francés es Bruno Dumont. Su retrato descarnado, enmascarado de extrañamiento humorístico, nos lleva a esas sociedades rurales que, lejos de esa imagen de tranquilidad bucólica idealizada, viven en una burbuja ensimismada, donde ese remanso de paz y equilibrio no es el producto de una auténtica cohesión comunitaria sino más bien de un individualismo colectivo traducido en ley del silencio, ‹omertá›, cuchicheo respecto al vecino y una voluntad de tapar aquello que pueda resultar especialmente traumático. Un micro-cosmos de gente aburrida, adusta en la vejez y sin una perspectiva real de futuro para la juventud.
Algo así es lo que trasladan, tanto temáticamente como formalmente, los hermanos Boukherma en Teddy. Añadiendo, eso sí, el factor licantropía como eje motor de la trama. Un film que se sitúa en un pequeño pueblo de los Pirineos Franceses asaltado por las misteriosas muertes de animales de granja.
Teddy, el protagonista del film, representa de alguna manera la imagen global de esta micro-comunidad: con una familia disfuncional, un trabajo precario, novia de instituto y cero perspectivas futuras su actitud es la de una rebeldía desenfocada. Por un lado, está el detestar todas las instituciones y conservadurismos, por otro su aspiración es a formar parte cuanto antes de ello, vivir una vida que él considera de éxito cuando es integrarse en el sistema que tanto detesta. El factor desequilibrante será la licantropía, su conversión paulatina en hombre lobo.
Una transformación que se deja fuera de campo (en un movimiento tan inteligente como ajustado al escaso presupuesto) y que funciona como metáfora de perturbación social. Más allá de las consecuencias sanguinarias de ser un hombre-lobo, lo que realmente importa en Teddy es los efectos sociales que produce, la convulsión que genera a su alrededor y de cómo, además, revela (y rebela) en el protagonista la asunción de la triste realidad en la que vive.
Más que un film de terror al uso, el film de los Boukherma, se constituye en un ‹coming of age› tanto personal como social. Un film que está más centrado en la descripción del conflicto y de las tensiones que se generan entre el individuo y su entorno y de las dificultades para encajar cuando se es y siente diferente al resto. Quizás Teddy peca de demasiado subrayado en lo metafórico y de escasa truculencia sangrienta de género, reservándose para el final toda la pirotécnica hemoglobínica para un desenlace que incluso en eso necesita remarcar de nuevo su vocación de denuncia.
Quizás por ello el film no acaba de funcionar, convirtiéndose en una propuesta híbrida interesante, aunque fallida en su equilibrio entre el género puro y su idea de trasladarlo visualmente a los terrenos visuales del estilo Dumont. Aún así, se agradece la propuesta, el intento de reinventar el asunto de la licantropía explorándolo desde una lateralidad que prima más la emoción y el comentario social que el gore, algo en que lo que Teddy realmente funciona, dejando un poso de amargura, de tristeza y de imposibilidad de escape de un sistema cerrado.