En The Act of Killing (Joshua Oppenheimer y Christine Cynn, 2012), los cineastas usaban el poder de la recreación ficcionada con una doble estrategia: por una parte, se trataba de poder ver, dada la ausencia de imágenes filmadas de los hechos, los horrores cometidos por los protagonistas de la manera más real posible, a través de sus gestos y acciones. Por otra, los directores conseguían extraer el cinismo, la falta de escrúpulos y de empatía de una gente que no sólo había cometido hechos inimaginables, sino que se jactaban de ello hasta el punto de poder recrearlo sin ningún pudor.
Teatro de guerra (Lola Arias, 2018), sigue una estrategia similar, aunque con un fin completamente inverso a la película danesa. Arias junta en un espacio indeterminado a veteranos de la guerra de Las Malvinas, tanto ingleses como argentinos, y les hace interpretar a su yo más joven, rememorando algunas de las experiencias que tuvieron en la guerra. Los protagonistas empiezan hablando delante de una pantalla blanca, «el espacio de la memoria», según nos contó la propia directora, que permite a los protagonistas explicar su historia y al mismo tiempo describirse a sí mismos el personaje que han de interpretar. Esa interpretación no se realiza solamente a través de la palabra ni de acciones y gestos recreados, sino que también incluye otros elementos más cercanos a la terapia y el psicodrama, como por ejemplo una canción de rock tocada por los veteranos, o una sesión de abrazos colectivos entre los argentinos y los ingleses.
La película documental de Arias no es sino una rama más de un proyecto artístico multidisciplinar, que nació como una instalación artística hace cinco años, y pasó a ser una obra de teatro en 2016 y un libro al año siguiente. En este sentido, el film se beneficia del trabajo previo sobre el tema, ya que es evidente que la directora sabe exactamente qué quiere extraer, cómo el lenguaje cinematográfico puede completar su proyecto. Por contra, al ser sólo uno de los lados de un proyecto con varias caras, el espectador se queda con la sensación de que el tema y los personajes dan para mucho más.
Si Teatro de guerra funciona tan bien es por la gran capacidad que tiene Lola Arias de jugar con las situaciones de la película, intercalando momentos de humor o de ocio de los protagonistas con momentos para la reflexión sobre su papel en la película o escenas de narración de sus experiencias. Arias sabe diferenciar muy bien aquellas escenas dirigidas o ficcionadas de aquellas otras espontáneas, extrayendo el jugo de significación de las primeras y dejando el espacio y la seriedad necesaria en las segundas. El resultado es una película riquísima, llena de matices como la mejor ficción y de una profunda verdad como el mejor documental.
Mediante la presencia continua de la escenografía, de los micrófonos o de la voz de la directora y sus ayudantes, la película remarca su zigzagueante recorrido por la línea difusa que separa realidad y ficción, construyendo un metalenguaje que nos permite reflexionar sobre el carácter artificioso de la historia. En una de las escenas más memorables, dos de los protagonistas discuten sobre la soberanía de las islas, contando dos versiones totalmente diferentes. Arias parece querer decirnos que la única verdad que podemos alcanzar es la de la memoria de estos veteranos, marcada de por vida por la guerra.