La mejor película familiar en este verano no llega desde las adaptaciones de superhéroes juveniles o amazonas míticas habituales. Tampoco proviene de grandes sagas distópicas y fantásticas con bucaneros en alta mar, animales inteligentes, robots guerreros o malvados animados. Puede sonar arrogante pero, si no es el mejor film para casi todos los públicos, al menos resulta el más interesante de este tipo en la cartelera. Salvo para los espectadores infantiles, Tanna es una cinta de aventuras lanzada para un público amplio, tanto juvenil, como adulto.
El título viene dado por el mismo nombre de la isla del Pacífico donde se desarrolla la acción, una población ubicada en la República de Vanuatu —frente a Australia— rodeada del mar, surcada por bosques y desertizada por un volcán activo. Un escenario natural en el que conviven nativos de dos tribus diversificadas por castas, representadas por sus sabios y chamanes ancianos. Los protagonistas caminan descalzos, se visten con prendas tejidas a base de hojas y ramas de los árboles. Comen lo que recolectan de arbustos y la vegetación, además del ganado porcino y quizás algo de la pesca. Su relación con el entorno es respetuosa, no explotadora. Pero a pesar del ambiente tranquilo, los conflictos se desatan, originados por un grupo de guerreros con sus costumbres ancladas en el pasado. Primero cuando deciden acabar con el abuelo de las protagonistas. Después al oponerse a la relación amorosa de Wawa, nieta de aquél y Dain, hijo del jefe de su aldea.
Para mostrar de forma convincente el aspecto visual de Tanna, los codirectores Bentley Dean y Martin Butler echan mano de sus conocimientos expositivos como documentalistas para aprovechar la fotogenia brutal del escenario virgen que ruedan, del mismo modo que para presentar sin artificialidad los comportamientos, relaciones y diálogos entre los pobladores de la isla. Descartan el uso de cámara al hombro menos en alguna persecución o secuencias de enfrentamientos. Sitúan entonces el trípode que proporciona planos generales estabilizados y otros cercanos, junto a panorámicas aseadas. Un empleo pulcro de la imagen que consigue aportar la lógica de la ficción a una historia que nos gana a los espectadores por su valor como crónica directa de los aborígenes, por ese registro de primera mano de una sociedad única frente al progreso. El montaje de plano y contraplano para relacionar o separar los caracteres de los personajes, refuerza esa búsqueda de inventar un argumento aunque la base antropológica y real del guión sean más embaucadores que el propio argumento. En la escritura del libreto colabora John Collee, un guionista especializado en films con vocación ecológica —en el buen sentido— como Happy feet, Master and Commander: Al otro lado del mundo o El último lobo. En esta ocasión quizás sea excesiva la inspiración en Romeo y Julieta que, aunque sea justificada para el desarrollo del largometraje, vicia en exceso las comparaciones con una tragedia tan famosa.
Tanna remonta el vuelo cada vez que aparece en la pantalla Selin, la hermana pequeña de Wawa. Una niña que salta de la cama y se tira al río, bromea con sus amigos, hace travesuras y disfruta de su edad y del entorno. Ella es la mirada cómplice del espectador que observa el romance de los jóvenes, que sufre el asesinato del abuelo, que vigila a los enemigos, que corretea y se esconde entre los árboles centenarios y las grutas de las rocas. Mientras, en la pantalla asistimos deslumbrados a esos planos lejanos del volcán en erupción, a los fondos verdes de vegetación exuberante o al firmamento estrellado que parece casi recreado por el departamento de efectos especiales. Y esa es la mejor baza del largo. La demostración de que algo como lo que aún permanece y vemos allí, todavía puede existir en nuestro planeta.
Para una generación actual de espectadores que no ha tenido la suerte de ver en cine, o ni siquiera en pases televisivos, los documentales y ficciones cómicas del sudafricano Jamie Uys con sus Los dioses que deben estar locos o El paraíso viviente (Los animales son gente maravillosa). También para el público que comprende a Werner Herzog como una piedra fundamental en el cine con su mirada desprejuiciada y antropológica sobre el mundo o cualquier rincón del planeta. Tal vez lo magnífico hubiera sido llegar a ese estado de alegría de Uys, algo que sí aparece en los juegos y carreras de la niña, además del encuentro absurdo, surrealista, con los isleños civilizados que viven en la colonia cristiana, un grupo tribal asimilado por la religión, tratados casi como iluminados o dementes. O al tono del —también citado— realizador alemán para acompasar lo real y lo ficticio. Pero el resultado sigue siendo estimulante aunque sea solo como muestra de una naturaleza que por fortuna es imposible domesticar.