Uno de los aspectos que siempre se destaca, sea en la promoción o bien en críticas aquí y allá de Tangerine, último film de Sean Baker, es su condición de película rodada con un móvil (no diremos aquí la marca ya que no nos pagan por hacer publicidad gratuita). No seremos nosotros quienes quitaremos el mérito a dicha forma de rodaje, pero no deja de ser sorprendente el menoscabo al resultado final versus el método de producción. Para entendernos, la cámara, sea de dispositivo móvil o de formato más clásico no deja de ser el medio para un fin. El dispositivo no es lo importante sino lo que se pretende (y consigue) hacer con él.
Precisamente Tangerine destaca por sobreponerse al medio y ofrecer una historia compacta, fresca y sobre todo coherente y convincente sobre las peripecias y desventuras de una pareja de transexuales en plena nochebuena. Lo mejor que podemos decir del film es que se sumerge en un mundo de miseria absoluta, un barrio poblado por el lumpen de Los Ángeles, donde transexuales, prostitutas, yonkis, ex-presidiaros y homeless conviven entre trapicheos, malos rollos y dramitas sobredimensionados. Y a pesar de todo ello el señor Baker consigue mostrar todo este mundo desde la comedia alucinada, desde la ausencia de tremendismo que tan fácilmente podía haber provocado semejante panorama.
Lo que hace Baker es sencillamente mostrar a toda esta jungla variopinta desde el acercamiento más cariñoso y respetuoso posible, sin buscar imposturas y dotando de realismo cada plano que filma. Ello no es óbice, claro está, para dar rienda suelta a un ritmo desenfrenado, casi alucinógeno que evidentemente dista mucha de la objetividad de un ‹free cinema›, pero que de alguna manera consigue aportar al espectador cuál es la visión, la vivencia y la perspectiva desde la que los personajes viven su mundo.
Una de los factores claves de Tangerine estriba en la huida consciente de buscar intérpretes, al modo hollywoodiense, que intenten ser lo que no son. Si la historia pivota en torno a un día en la vida de dos transexuales la solución más fácil y directa (y tan a menudo obviada) es precisamente que la protagonicen dos personas transexuales. ¿El motivo? El que comentábamos anteriormente, huir de la impostura y del falso drama. Nadie mejor que alguien que vive su condición sexual, y además en la orilla de la marginalidad, para convencernos de verdad de la veracidad de lo ocurrido.
Pero más allá de esta anécdota, lo verdaderamente poderoso en Tangerine es su ritmo vertiginoso, sus diálogos afilados, casi como en una ‹screwball› pasada de ‹speed› y, un cierto contrapunto irónico navidad y clima mediante que, aunque nos permite empatizar con el drama, nos permite mantener una sonrisa, cuando no una carcajada que resta tensión al conjunto sin, eso sí, restar ni un ápice de profundidad, compasión y cariño por la historia.
Estamos pues en territorio del vértigo cinematográfico, en un alambre muy fino que hubiera podido hacer caer esta propuesta en los abismos del esperpento cómico por un lado o en el lodazal de la porno miseria por otro. Por suerte para el espectador Sean Baker consigue el equilibrio perfecto que nos permite pasar indemnes por dicho alambre consiguiendo además que no se mezcle lo ileso con la indefensión, porque si algo consigue Tangerine es no dejar indiferente, invitando a reír, cierto, pero también a reflexionar no sólo al respecto de su temática sino de cómo a menudo nos venden gato por liebre. Sí, hay otra manera de hacer cine, de contar historias, y Tangerine es la muestra palpable de ello.