El pasado 4 de Julio el cine mundial quedaba huérfano de uno de sus más poderosos referentes y sin duda uno de los principales reformadores de su lenguaje; el iraní Abbas Kiarostami. El persa fue el principal abanderado de la nueva ola del cine iraní que revolucionó el conservador panorama cinematográfico allá por los años ochenta del siglo pasado. Su obra bebe de las raíces del arte e idiosincrasia iraní. Así, sus películas amanecen como un fiel documento de los cambios experimentados por la sociedad del país de los Ayatolá en los últimos cuarenta años, reflejando con una mirada pausada, contemplativa, infantil pero no exenta de denuncia —conocido es que las mejores obras del persa fueron fotografiadas desde la perspectiva y ojos de la infancia—, los conflictos y contradicciones de un país azotado por la superstición y el fanatismo religioso, si bien poblado por una juventud culta y ansiosa de libertad que ha aportado un aire de modernidad y renovación a los cimientos ideológicos sobre los que se asienta la nación asiática.
Kiarostami fue un profundo admirador del neorrealismo italiano. De hecho su principal aportación al lenguaje cinematográfico consistió en reinventar los dogmas de la corriente italiana, inyectando en la misma unos trazos inherentes al cine documental, logrando de este modo eliminar la delgada línea que disgrega la realidad de la ficción a través de una observación documentalista del reflejo de la vida que es el cine. En este sentido, las dos primeras obras cinematográficas de Kiarostami resultaron dos cortos de talante neorrealista protagonizados por niños. Cortos fotografiados en blanco y negro, como dictan los cánones del neorrealismo más puro, que aspiraban esa atmósfera cargada de cruda realidad condimentada con una ingenua mirada infantil incapaz de entender un universo adulto demoledor de la fantasía y la fe en el futuro. Estas obras primerizas del persa, entre las que se incluye su primera película mayor filmada en 1974 —Mossafer— compartían una serie de patrones y normas que marcaron el camino futuro del autor de El sabor de las cerezas: la mirada de la infancia, la sencillez y la espontaneidad en cuanto a la composición de escena, el envoltorio neorrealista, la filmación en blanco y negro y un canto en favor y en defensa de la libertad descrito en un sentido humanista.
Llama poderosamente la atención que la obra póstuma de Kiarostami constituya una especie de retorno a los orígenes de su cine, como si el director de El viento nos llevará supiera que su final estaba próximo a acontecer, y por tanto deseara volver a respirar el cine en su etapa más embrionaria; la del aprendizaje del oficio; la del amanecer de la vida… como ese renacer reflejado en los niños protagonistas de sus películas.
Y es que Take Me Home supone sobre todo un retorno al pasado. Una vuelta a la sencillez de esas historias que engloban en lo cotidiano los grandes misterios de la vida. Un regreso al universo infantil. Una reposición de esa añeja fotografía en blanco y negro. Un intento de captar el espíritu de añorados clásicos como ese El globo rojo de Albert Lamorisse o de la propia Mossafer, puesto que el niño protagonista de este corto podría parecer el hijo de ese chaval fanático del fútbol que protagonizaba la película de Kiarostami.
La película no puede ser más simple. Un plano fijo que recrea una casa de pueblo situada en lo alto de una colina en la que se otea el mar en el horizonte muestra a un niño subir unas empinadas escaleras con destino a su casa. El infante se hace acompañar de una pelota de fútbol a la que deja en el rellano de la puerta, abandonada a su suerte. De repente la pelota cobrará vida descendiendo por las escaleras del hogar, recorriendo así un descenso a través de la empinada calle donde se localiza la casa. Si bien en primera instancia el niño reaccionará saliendo de casa para recuperar a su preciada amiga, de nuevo el crío descuidará la pelota en el exterior de la vivienda, provocando una segunda huida de la misma calle abajo.
El film se estructurará a partir de este momento en una serie de planos fijos que expondrán el descendimiento del balón de fútbol cruzando toda una serie de interminables escaleras; venciendo las esquinas y recovecos de las estrechas callejuelas. Quizás uno de los puntos más extraños del film sea el hecho de que Kiarostami decidió adornar este interminable y agotador descenso con una extraña melodía que evita el silencio absoluto —que bajo mi punto de vista hubiera engrandecido el resultado global del film—, desechando asimismo ese realismo de fábrica que le acompañó a lo largo de su carrera, inyectando con gotas de irrealidad su cortometraje merced a otorgar a la pelota protagonista una apariencia cibernética dotada de un contorno para nada característico de un esférico.
A pesar de estas licencias, el cortometraje será totalmente disfrutable para los admiradores de Kiarostami. En primer lugar en virtud de esa poesía basada en el minimalismo extremo que tanto cultivó el autor de Copia Certificada. Así, el montaje se estructura a través de una serie de planos fijos donde el único movimiento procederá del propio balón así como de unos ascéticos gatos y perros que adornan el trayecto en algunas de las secuencias. Escenas siempre dotadas de un carácter estático que parece querer representar una fotografía instantánea, contaminada por una escapada a ninguna parte cuyo final parece avecinarse en tragedia.
En segundo lugar la cinta ofrece una bella metáfora existencial, otro de los arquetipos inherentes al cine del maestro. El viaje emprendido por la pelota parece querer representar un grito. Una indicación que nos avisa que tenemos que cuidar a nuestros amigos. Que debemos cobijarlos en nuestra casa, abrazarlos y quererlos… pues si dejamos nuestra amistad a la intemperie la misma puede verse azotada por fuerzas incontrolables que pueden provocar que perdamos para siempre un amor forjado con los instrumentos de la devoción sincera.
Finalmente en el corto encontramos un guiño cinéfilo muy claro, cristalino… una especie de mensaje que Kiarostami parece querer ofrecernos en esta, a la postre, su ópera póstuma. Y ese guiño se mezcla con la mencionada El globo rojo. Ambas películas protagonizadas por objetos aparentemente inanimados, pero dotados con un alma espiritual. Igualmente moldeadas bajo el universo infantil. En las dos películas objeto y niño parecen alejarse por efecto de alguna fuerza mayor contraria a los deseos personales. Un globo rojo que emprendía un viaje con destino a los cielos parisinos. Una pelota que desciende sin freno unas intrincadas escaleras sin que sepamos si su dueño original ha respondido a su señal. Una respuesta que será replicada al final del corto. Y como no podía ser de otra manera, Kiarostami decidió despedirse ofreciendo una solución que evoca al cine de sus orígenes. A ese cine que nos invoca que debemos mantener intacto nuestro espíritu infantil con objeto de que este mundo sea gobernado por doctrinas basadas en la fe en el ser humano, la humildad y la dignidad.
Todo modo de amor al cine.