Miguel Gomes, director portugués que fue un prestigioso crítico de cine en su país, lleva años intentando probar caminos que el cine ha sondeado con cuentagotas, y se ha hecho un hueco en el panorama festivalero. Ahora regresa con Tabú, inspirada en su segunda mitad en el film mudo de 1931 de F.W. Murnau que lleva el mismo título, y supuso su última película antes de morir a la prematura edad de 42 años. El director de Nosferatu y Amanecer, viajó a las islas Bora Bora para filmar la triste historia de un amor prohibido. Tal y como hizo Murnau, Gomes divide su obra en 2 secciones tituladas Paraíso y Paraíso perdido, aunque con el orden invertido. De todos modos, el film portugués tiene la suficiente personalidad para distanciarse del de Murnau, con el que básicamente comparte la premisa del romance prohibido y el paradisíaco escenario. Se llegó a comentar que el filme del director portugués era un remake, pero nada más lejos de la realidad.
El film arranca con un mini-relato histórico sobre un rey abatido por la muerte de su esposa, que deviene en una película dentro de la película, presentándonos a tres mujeres, Pilar, Aurora y Santa en la actual Lisboa, entre Navidad y Año Nuevo. La anciana Aurora sufre de demencia, vive obsesionada combatiendo demonios y esperando siempre el rescate de su hija que de vez en cuando le envía dinero, y es una ludópata que en su lecho de muerte pide a su vecina Pilar que localice al único amor verdadero de su vida; un vividor con el que mantuvo un amor secreto en su juventud en la África colonial. Pilar, que parece ser la única persona que se preocupa por la anciana, asiste a las protestas de la ONU y rechaza los flirteos de un pintor, mientras da la sensación de estar sumida en una profunda depresión, con una existencia presidida por la monotonía y la tristeza. La tercera mujer en discordia es Santa, la asistenta de la anciana, a la que Aurora acusa de hacer conjuros contra su persona, para quedarse con todos sus bienes. La búsqueda de Pilar para cumplir el deseo de su vecina nos traslada a África cincuenta años atrás, antes del inicio de la Guerra Colonial Portuguesa, donde veremos las dificultades que determinaron su carácter, y la pasión amorosa prohibida con Ventura.
La película está claramente separada en 2 partes, en las que muestra distintos estilos de cine en un esplendoroso Blanco y Negro, impecable a nivel técnico. La primera parte sucede en el presente, se caracteriza por un estilo contemporáneo pese a ser bicolor y estar presentado en el formato antiguo 1.37:1, y dibuja un trazado oscuro sobre el Portugal contemporáneo. La cámara permanece distante, estática, con un aspecto grisáceo, y con en el realismo, la alienación y el vacío existencial de sus personajes por bandera. Este primer segmento, a pesar de incidir en la tristeza y la melancolía, está bañado de un simpático sentido del humor por las locuras de la ludópata Aurora (la escena en el casino explicando un sueño surrealista es irreverente, además de estar filmada con maestría), aunque su estado de enajenación nos impide llegar al interior de su mente, sin tener muy claros cuáles son sus elucubraciones, ni ninguna respuesta sobre su pasado, que veremos posteriormente.
La segunda parte proporciona al espectador las respuestas a las dudas que deja la primera. Se centra en los recuerdos del anciano Ventura, tomando prestados elementos de Murnau, del expresionismo alemán, de Griffith, e incluso con ecos de los clásicos Mogambo y Hatari; utilizando el recurso de la voz en off, que se mantiene como único elemento de comunicación vocal, con una voz muy sugerente y misteriosa. La imagen aparece especialmente granulada y está rodada en 16mm (la primera parte presenta los 35 mm actuales), tal y como sucedía con el cine de la época que recrea. El ruido de fondo se mantiene, pero el diálogo es inaudible. Esta parte deslumbra visualmente por su esplendoroso escenario natural a los pies del monte Tabú, combinado con los sonidos exuberantes y melodiosos de su entorno tropical. África es un continente que hemos visto en infinidad de películas, pero pocas veces lo hemos hecho en Blanco y Negro, que aquí, a pesar de todo, resulta muy vivo y deslumbrante. Este segmento resulta menos interesante que el primero, principalmente porque los personajes tienen menos carisma, y nos narra una historia bastante convencional, más allá de su atractiva y peculiar narrativa, el carácter onírico, lírico y metafórico de su propuesta, y el extravagante acompañamiento musical ye-ye; desarrollándose sin sorpresas, sin nada que lo diferencie claramente del tipo de historias que homenajea.
Miguel Gomes hace un experimento bastante arriesgado y osado en sus formas, mezclando varios géneros aparentemente antagónicos: drama con tintes sociales, la tragedia, el musical, el melodrama, y el cine de aventuras, pero que carece de auténtico riesgo artístico en su segunda mitad fuera de su resplandeciente y extravagante envoltorio. La cinta en esta parte semi- muda se queda a medio camino entre la populista The Artist (aunque las intenciones del portugués parecen más honestas que la premiada película francesa) y el cine más vanguardista de Guy Maddin, que lleva años experimentando con el cine sin sonido con excelentes resultados. De todos modos, hay que agradecer que el director portugués no abuse del sentimentalismo facilón con el que se suelen relacionar a las historias de amor de carácter tan desdichado, y tome cierto riesgo al confiar en la inteligencia del espectador dejando algunos detalles a su propia interpretación.