Pequeños pueblos, crímenes mínimos. Es algo que aprendimos con el paso del tiempo gracias a los hermanos Coen y su Fargo, y con el mismo no ha hecho sino acrecentar el valor de un trabajo que sigue estando presente cada vez que leemos eso de thriller rural. No es de extrañar que los mimbres del segundo largometraje de Jamie M. Dagg —secundado en tareas de escritura por los hermanos China, productor y director respectivamente de aquella pequeña gema llamada Crawl— aludan precisamente a eso, a elementos ínfimos mediante los que desarrollar otro ejercicio de género de esos donde lo que realmente importa no es el qué.
Así, y con un pretexto argumental que ni resulta sólido —un homicidio sustentado por causas vagas, un asesino a sueldo en terreno ajeno y varios individuos en una maraña de lo más peculiar— ni pretende serlo, el cineasta arma el film a través de su variopinto repertorio de personajes: todos con secretos, tapaderas e incluso rencores en los que reflejar una crónica tan modesta como lo son las propias intenciones de Sweet Virginia en sí.
Dicho de ese modo, pudiera parecer que nos encaminásemos al terreno del telefilm más simple, pero lejos de todo ello Jamie M. Dagg logra desarrollar caminos paralelos en los que colinden esos relatos anexos al esqueleto central, que terminarán teniendo mayor peso de lo presumible. Ello se debe a que el autor de River otorga el espacio suficiente a sus protagonistas como para que esas subtramas añadidas no carezcan de cuerpo ni se pierdan en meros fragmentos sin otro objetivo que aportar relleno.
Se podría decir de este modo que Sweet Virginia es una obra que respira a través de esos personajes: sin llegar a ahondar lo suficiente en los distintos dramas que va presentando, el nuevo trabajo del canadiense —llegado a Estados Unidos para la ocasión— otorga la suficiente atención a cada uno de los elementos trabajados como para que no caigan en saco roto.
Sweet Virginia se cuece a fuego lento, a medida que despliega unas posibilidades mínimas, pero las ensalza gracias a una dirección que, sin aportar grandes rasgos o un estilo marcadamente personal —de hecho, ese trabajo de fotografía y cromatismo nos remite al thriller independiente más reciente—, al menos no se antoja de manual, y compone algunas secuencias de lo más destacables en el terreno en que se desarrolla, como ese golpe seco que parece asestar el villano en su primera aparición en el bar. Es, de hecho —y en ese ámbito—, la gran interpretación de Christopher Abbott —que viene de participar en otra cinta independiente como Llega la noche— y el personaje maravillosamente escrito por los China, uno de los pequeños incentivos que el film regala de vez en cuando: cada aparición de ese asesino, por indefinida que pueda resultar, realza sus atributos como thriller gracias a una vehemencia e imprevisibilidad que le dan cierta vida al relato.
Ese carácter fortuito de que dota el citado personaje al que da vida a Abbott no se ve reñido con la sencillez —que no falta de ambición— de un trabajo que precisamente encuentra en esa virtud su mayor aliado, y gracias a ello otorga uno de esos encomiables vehículos que tan buen plato resultan en ocasiones, en especial abordando un género que, cada día que pasa, parece más complicado domesticar por más que sus constantes muestren todo lo contrario. No es el caso de Sweet Virginia y, ciertamente, se agradece.
Larga vida a la nueva carne.