El colonialismo ha sido un profuso elemento cinematográfico vehicular de diversas perspectivas ya en el cine mudo, las cuales fluctuaron desde los cimientos del orgullo y nacionalismo a cargo del ineludible y controvertido D. W. Griffith en El nacimiento de una nación (1915) —ensalzados por la supremacía blanca y un racismo impune desatado hacia la población negra de EEUU—, para pasar a otros que encumbraban la figura de Cristóbal Colón y sus logros expansivos en la película más ambiciosa de la época en nuestro país con la coproducción hispanofrancesa La vida de Cristóbal Colón y su descubrimiento de América (1916). En cuanto al western estadounidense, sus albores marcaron la satisfacción también en la aniquilación de la población indígena (otra forma de colonización) y apropiación de sus terrenos, para pasar con los años a un revisionismo del mismo, estableciendo desde la misma industria miradas opuestas y de repulsa hacia ese exterminio de una cultura asentada ancestralmente. Asimismo, se originó un cine colonial que se dio en muchos países destinado a idealizar, a ofrecer lo positivo y poco realista del entorno, enfocados al bello exotismo de sus relatos. Las colonias estaban presentes como un elemento exótico, aunque también con el añadido de lo sórdido en guiones interesantes para el público a través del cine de Duvivier, Grémillon, Jean Renoir, con la adaptación Beau geste de William A. Wellman, Michael Curtiz, o con los ingleses Powell y Pressburger en el Himalaya, por poner algunos ejemplos. Surgiría también un cine etnográfico producto de la conciencia sobre estas colonias como el documental de Jean Rouch, pero la deriva hacia la concepción del desmoronamiento del eurocentrismo, de la imposición de un colonialismo explotador de occidente (sobre todo el de segunda oleada) que era cuestionado por su imperialismo, misión civilizadora y destructiva de culturas atávicas, enfocó el cine hacia posturas más críticas, que denunciaban o abrían debates en relación a estas expansiones económicas, tecnológicas y políticas por parte de muchos países europeos.
Como consecuencia de la independencia y descolonización, Ousmane Sembène persiguió un compromiso en su cine contra los abusos de poder de los países invasores, como también Sara Maldoror, pero a su vez otros europeos se posicionarían en contra como Gillo Pontecorvo, Werner Herzog, Richard Attenborough (con un precedente en Satyajit Ray que lo rodó de forma autóctona) a los que se unieron voces al unísono, al otro lado, como los cubanos Sara Gómez —que reivindicaba su origen afrocubano– y Tomás Gutiérrez Alea en los sesenta o el brasileño Glauber Rocha. En el cine contemporáneo no se agota este tema debido al lastre vergonzante de siglos de barbarie, construida sobre existencias exangües arrancadas abruptamente de sus hábitats y cultura a causa de una explotación fuera y dentro del país que se perpetuó siglos con la obscena mirada de indolencia de occidente a otro lado, mientras enriquecían sus arcas hegemónicas. Destacar, entre muchos, a Terrence Malick, Albert Serra, Felipe Gálvez, Samuel Delgado y Helena Girón, María Pérez Sanz, Pedro Costa, Lav Díaz o Lisandro Alonso, que revitalizan un género que ha mutado con los años paralelamente con la evolución histórica y la reivindicación de la independencia de las tradicionales colonias que desató una oleada de apoyo y difusión de guiones más crudos y próximos a la realidad.
Y en esta visión actual se ubica Sweet Dreams —actualmente en el Atlàntida Mallorca Film Fest— de la directora de origen bosnio, radicada en Ámsterdam, Ena Sendijarević. Una historia con más garra y calidad que su anterior largometraje Take Me Somewhere Nice (2019), una ‹road movie› por Bosnia donde busca sus raíces una chica que vive en Holanda, algo desorientada.
En esta última película (ganadora de numerosos premios, presente en varios festivales internacionales y candidata neerlandesa a los Óscar a la Mejor película internacional) el colonialismo está contextualizado en una fase terminal, reflejado en los últimos coletazos de una azucarera en las entonces Indias Orientales destinadas a la pérdida de su esplendor económico y poder alrededor de 1900. Contada como una crítica anticolonial en forma de novela corta por episodios, asistimos a la decadencia de una familia holandesa afincada en esas remotas islas azotadas por la paralización de la producción de cañas de azúcar y una huelga de trabajadores que revelan el desmoronamiento de la explotación siglos atrás de la zona y el hostigamiento a su población con días contados. Una delicada situación que se ve agravada por la muerte en extrañas circunstancias del dueño de la plantación que deja expuesta a su mujer, obligando a su hijo a venir desde Europa junto a su esposa en avanzado estado de gestación pensando que será un trámite rápido de herencia, venta de la mansión, fábrica y tierras para regresar con los bolsillos llenos. Pero la herencia está envenenada, teniendo como único heredero a un niño habido con una de las sirvientas, Siti, que ha sido su amante desde hace años y al que ha enfocado su cariño y dedicación tal como vemos en la escena inicial. Un revés para la familia que se ve desestabilizada y vulnerable estando a expensas de la madre indígena que, a su vez, juega con otro chico de la plantación con sueños esperanzadores de un futuro sin el yugo de la explotación.
La directora plantea el desarrollo de la historia desde el inicio con una estética muy estilizada, con un cuidado sobresaliente de cada plano y cada paraje natural, asistidos por una banda sonora inquietante que va presagiando lentamente la desgracia. Este mimo por lo visual en cuanto a puesta en escena, fotografía espléndida y cromatismo de sus estancias, encuentra una singular oposición en lo sórdido del guion, la intensidad de las escenas o golpes de efecto. Una forma plástica del espacio que desprende cierta frialdad y distanciamiento, acorde al tipo de relación de sus moradores —hosca, sucia e interesada— que son capaces de pasar de forma impávida una noche con un cadáver en la cama, arrastrarle por toda la casa hasta el sótano como un saco, tener relaciones sexuales con un niño debajo del colchón, desear matar por apropiarse de la herencia o reírse y ridiculizar a sus explotadores en un acto de irracional rebeldía. Tampoco la visión de la aristocracia de la isla se lleva la mejor parte, teñida de superficialidad, hipocresía y preeminencia sobre los sirvientes conviviendo en la fiesta nocturna con el cadáver de un tigre recién cazado en una mesa que habla también de su extinción como clase social allí.
Me resulta muy elocuente desde el punto de vista óptico la colocación de la cámara en los laterales de las salas en vez de en el plano frontal, pronunciando de esta forma la estrechez de las mismas (a las que los colores rojo y verde las hace más oscuras) con vistas a enfatizar el estado de enclaustramiento físico, económico y mental de los explotadores que ven cómo la situación les aprieta cada vez más, obligados a tomar vías alternativas, cediendo a la nueva era que se avecina. Tan elocuente como la mirada despectiva a la dueña de la casa de Siti, la sirvienta ahora poderosa, el olor putrefacto del cuerpo de Jan incapaces de erradicarlo de la mansión, la pluma que machaca a un insecto en la escritura de una carta, la masturbación con el pie de la cama de la ardiente embarazada, el balanceo del hijo mayor en un caballo de juguete o las pústulas por las constantes picaduras de mosquitos, que no descansan ni de día y a los que se les ve la sangre en su interior. La muerte “dulce” bajo una montaña de azúcar. Notas discordantes de esta sinfonía de la decrepitud, de la caricatura de la alta sociedad que crean una atmósfera contaminada, muy poderosa, espesa, que se sale de los cánones de un relato con ambientación clásica.
La historia está atravesada además por alguna pincelada de lo fantástico, con la desaparición del dueño de la plantación tras su entierro, complementado con planos imposibles desde las fauces de un tigre o el final de tintes oníricos entre la tragedia y la felicidad en esa estampa de un cuerpo voluminoso que abraza a Siti al final. Pero, que no nos confunda esa fantasía, la película destila sordidez, acidez, crudeza y no resulta nada esperanzadora en el futuro de la isla, ni de sus habitantes.
Profesora de Secundaria. Cinéfila.
“El cine es el motor de emoción y pensamiento”