Las capacidades tanto intelectuales como artísticas de los griegos han quedado más que demostradas a lo largo de la historia. Se verán obligados en un futuro a vender el Partenón por piezas para sortear los baches económicos, o a provocar el exilio de la finura del ojo griego para que se pose en tierra fértil, pero el aura que rodea a Grecia y a todo lo que tenga que ver con ella sigue tan presente como siglos atrás. País del que todo parte pero al que nada llega, en las últimas décadas han salido a la luz en festivales de prestigio nombres que provienen de él, aunque las intenciones de estos estén dirigidas hacia puntos diferentes. Ya sea la armonía guiada hacia la búsqueda de lo originario de Theo Angelopoulos (muerto en 2012), o bien el resquebrajamiento del sentido común llevado a cabo por Yorgos Lanthimos (ambos cabezas visibles de la lucidez griega en los últimos tiempos en lo que al cine se refiere), se puede decir que la agitación neuronal de la cuna de todo lo que somos sigue en estado de gracia. Y es en esta primera línea de fuego en la que también se sitúa el director Argyris Papadimitropoulos quien, tras venir dando muestras de su potencial años atrás, ha conseguido reventar conciencias y supuestas morales férreas con Suntan (Grecia, 2016), su última película.
Papadimitropoulos traslada al espectador a la isla de Antiparos, lugar que está sometido a la dialéctica turística de invasión y abandono. La elección de un punto geográfico vacacional en el que el contraste entre soledad invernal y masificación veraniega está tan marcado es suficiente para erigir sobre seguro una historia en la que el motor de la acción es precisamente el cambio que esa transición estacional tan brusca produce en el protagonista. Este, un recién llegado médico cuarentón, solitario y carente de nervio que no ha experimentado nada en la vida, verá como su existencia se ve alterada por la llegada a la isla de una multitud ansiosa de vivencias. El camino de regresión hacia la juventud allí estacionada temporalmente que este médico realizará para vivir lo no vivido y la consecuente colisión generacional serán los motivos sobre los que girará el drama.
Una visión agria del fin de la juventud cuando no se han quemado bien sus etapas, al fin y al cabo. Lector ávido, Papadimitropoulos encuentra en Houellebecq, como él mismo ha afirmado en varias ocasiones, el respaldo en el que sostener la visión pesimista de la madurez que se desprende de Suntan. Si el cineasta centra su atención en un escritor cuya negación de la vida y de la sexualidad pasada cierta edad pueden limitarse a que “la infancia ha acabado, se han repartido las cartas; nos encaminamos hacia el fin de la partida”1, como afirma en su último poemario, es natural que el asunto que aborda en Suntan tenga que ver con la agonía del cuerpo y la reducción de posibilidades llegados a cierto punto de la vida. Más aún cuando llegados a él, se intenta volver atrás. En otras palabras, el realizador griego nos está mostrando mediante la confrontación de un hombre trasnochado con un grupo de exaltados postadolescentes que no hay síntesis posible entre ambos, que no encaja una parte con la otra. Es de esta manera como Papadimitropoulos llega a situar al espectador ante la paradoja entre la continuidad vital en la que las etapas de la vida han de ser aprovechadas en un determinado momento y, por otro lado, la sensación de que, teniendo en cuenta la tesis de que postrado en la cama ante la muerte te asaltan intempestivamente sentimientos de arrepentimiento por aquello que no has hecho, es mejor vivir ciertos acontecimientos tarde que nunca.
El director ateniense lleva a cabo esta problemática hasta la apoteosis de la perversidad sin ser polémico en exceso, desgranando por el camino de manera aguda los mecanismos de respuesta humanos ante el placer y el sufrimiento. Dos polos estos que son plasmados en planos en los que, pese a aparecer protagonista y grupo juntos, siempre mostrarán cierto desnivel. Cómica y vitalista a primeras (para el grupo de chavales el médico no dejará de ser un tipo anticuado que se les pega continuamente pero pese al que, solo a veces, se pueden apoyar para experimentar más plenamente sus vacaciones), Suntan posee una esencia puramente dramática. Sin estorbos ni cortapisas, el realizador griego representa sin compasión el desconocimiento de la temporalidad propia de la juventud (y, consecuentemente, esa sensación de apertura al infinito) así como la persistente voluntad del adulto de querer ir hacia atrás en el tiempo para rellenar esos huecos vacíos que allí quedaron. Suntan arrollará a cualquiera, sea cual sea su edad. El cine heleno vuelve a golpearnos con su soberbia inteligencia
1 HOUELLEBECQ, M., Configuración de la última orilla, Anagrama, Barcelona, 2016, p.31.